4 de julio de 2011

Crónicas italianas: Érase una vez, Roma

30 de Junio de 2011

A Roma me la imaginaba colorida, ruidosa, desordenada y vivaracha. No resultó ni de cerca tan caótica como me la habían pintado….tal vez haya sido que pasó mucho tiempo desde que mis padres visitaron la ciudad. Es verdad que Roma ha cambiado mucho con los años, ahora está más limpia, más ordenada, menos agresiva para el turista.

Claro que de todo esto yo no tengo ni idea, puesto que era la primera vez que la visitaba. Para mí, Roma es y será, como la vi la semana pasada… al menos hasta que vuelva dentro de mucho tiempo.

Es verdad que, estando dentro de Europa, Roma es una de las capitales más confusas que voy a encontrar… pero no es el enmarañado caos que había imaginado. Primero, el tránsito no es tan terrible. Dejen de decirme que el tránsito en Roma es imposible! Después de vivir en México DF y en Lima, el tránsito del mundo se pone en perspectiva. Lo peor que te puede pasar en la capital italiana es que no juntes coraje para cruzar la calle y, por eso, te quedes como un bobo parado en una esquina (o en un paso de cebra, para el caso) durante muchos más minutos que el resto de la población.

Segundo y último (no voy a estar criticando la ciudad toda una página), es verdad que está un poco desatendida, por ser elegante. Digamos que al 80% de la ciudad le vendría bien un rasqueteo y una capa nueva de pintura. Mi marido insiste en que es a propósito, pero yo creo que los italianos vieron la veta: no mantienen lindas sus fachadas y a los turistas les parece pintoresco que se descascaren las paredes. Vamos! No sean vagos, que la ciudad sería mucho más linda, para ustedes también, romanos.

Para ampliar el escenario y especificar la crítica, diría que la ciudad de Roma tiene 2 metros y medio de abandono; desde el suelo, donde un poquito de basura adorna los rincones, algún que otro charquito maloliente y varias colillas de cigarrillos, hasta por encima de las cabezas, hasta donde llegaron las manos humanas y la suciedad y afearon los edificios. A partir de ahí está bastante decente.

El asunto con Roma es que, después de las callecitas serpenteantes con piso de adoquines, que suben y bajan por la ciudad en un desfile de coloridos edificios, con balcones con flores y mesitas donde humean pizzas y platos de pasta… después de eso, después de todo lo clásico y lo de película; tiene cosas increíbles para visitar. Y, si digo increíbles, probablemente me quede corta.

Para una entusiasta del Imperio Romano como yo, que me pasé años de la facultad estudiando cónsules, emperadores, el Corpus Iuris Civilis y tantas romanidades más… escuchando todo esto de la boca de una eminencia, con un leve parecido a un sapo, pero muy culto y en el fondo, perdidamente enamorado de Cleopatra; llegar a Roma es maravilloso.

Inútil sería explicar todo lo que influyó en el mundo de Occidente la existencia de los romanos. La cultura romana creó y cambió Occidente para siempre. Pero solo pensar en números, calendarios, ingeniería, derecho, astrología, filosofía… cualquier disciplina que pueda nombrar fue desarrollada, por los romanos (aun las que provenían de otras culturas, como la griega, que sin la ayuda de los romanos no se hubiera dado a conocer), que se encargaron de repartirlas por toda Europa y hasta parte de África en su momento. No tienen que creerme, pueden buscarlo en Internet y asunto zanjado.

Roma se me apareció por la ventanilla del avión, tan nítida como una foto de 12 megapíxeles, y con un marido diciéndome “Mirá el Coliseo! Lo ves?”. Obviamente que no lo vi, no sabía ni dónde buscarlo. Pero sí vi la Plaza San Pedro (de casualidad) y era igual a mi imagen mental, igualita!

En un gran valle adornado por siete colinas, yacía imperturbable, como desde hace 2764 años, la ciudad de Roma. Un mar de techitos rojos, parques verdes y cada tanto algún espacio amplio donde se divisaban ruinas romanas. Una postal.

Después de un aterrizaje levemente turbulento (ay estos pilotos de aerolíneas low cost, probablemente se estaba comiendo una hamburguesa con una mano, mientras con la otra, aterrizaba…se podrá aterrizar con una sola mano?), un autobús al centro de Roma y unas cuadras de arrastrar las valijas y sus rueditas por los adoquines; llegamos.

Alojamiento? Un hostel. Bravo por mí, una vez más mi comodidad de princesa latinoamericana cedió ante mi espíritu ahorrativo. Mientras subía las escaleras arcaicas del edificio paleolítico que debía ser nuestro hostel, no pude evitar acordarme de mi hermano, que me hubiera traído a esos lugares precisamente, y arrojarle una mirada de pánico e ira a mi querido Alejo. “Mi madre te mata”- dije por quincuagésima vez en la vida.

Pero era divertido, un edificio añejo y destartalado en la añeja y destartalada ciudad. En el primer piso de otro edificio (al que nos llevó en una van la dueña del hostel, acompañada de un perro viejo con especial desagrado por la curia vaticana, ladraba a cuanta monja y cura veía), a 2 cuadras solamente, estaba nuestro alojamiento: una habitación dentro de un departamento de esos de interminables pasillos y puertas con vidrio esmerilado. Compartíamos el baño con seres indefinidos que solo daban a conocer su existencia en los ruidos de la noche. La habitación estaba muy bien, amplia, con ventana a la calle y muebles de la casa de los padres de Matusalén. Un espectáculo.

En el primer circuito turístico ideado por mi señor marido ya había una iglesia. A lo largo de mis años de turismo, he aprendido a odiar las iglesias. No como edificio en particular, ni como institución, ni como obra arquitectónica…simplemente como atracción turística, las iglesias son todas iguales. Las lujosas, todas hermosas e iguales. Pero, en la capital del catolicismo, poco tenía para objetar cuando aparecieron en nuestro itinerario unas cuantas iglesias. Negocié sacar las extra muros (fuera de la ciudad) y me quedaron todas las demás.

San Giovanni in Laterano fue la primera. Majestuosa, inmensa, con techo dorado. Curiosamente, el patio de esta iglesia y muchas plazas más de Roma están decorados con hermosos obeliscos egipcios. En la punta de cada uno de ellos, la Iglesia Católica mandó a poner algún símbolo de su religión, como una paloma o una cruz. “Nada está por encima de la Iglesia”- parecen decir. Se hubieran hecho sus propios obeliscos, qué vergüenza!

Hacía calor en la ciudad, lo bueno es que cada tanto en la calle había una especie de canillas antiguas, donde corría el agua potable todo el tiempo. La gente se mojaba las cabezas y llenaba sus botellas de agua. Caminando por las callecitas romanas, empezamos a ver las mesas en la vereda, con sus mantelitos a cuadros rojos y blancos y las pizarras con el menú del día. Muy coquetos. Al final de una de estas calles, se apareció el Coliseo detrás de un árbol. Me impresionó el tamaño, gigante.

Nos sentamos en las escalinatas a comer un sándwich mientras mirábamos la inmensidad de esa construcción que parece haber sido bombardeada. En serio! No sabía que el Coliseo estaba tan agujereado. Resulta ser que todo el edificio estaba cubierto de mármol, que se incrustaba a la estructura (que es lo que se ve ahora) mediante algo así como engarces. De ahí los agujeros.

Esta edificación tan grande y tan famosa fue una especie de sala de usos múltiples. Hubo gladiadores, carreras de caballos, lo inundaban para hacerlo una gran pileta, las fieras se comían a los cristianos…en fin, usos múltiples. Durante la época de gloria del Imperio Romano hubo muchas mega-construcciones, con los mejores materiales y llenas de lujos. Una joya de la ciudad que sigue en pie gracias a sus medidas desproporcionadas. Sus paredes, sus arcos, aguantan todo.

El Coliseo, con sus paredes llenas de arcos y ventanas, es un gran óvalo, con distintos niveles. Desde el nivel del escenario hacia arriba, había tarimas de madera que formaban gradas, algunas más lujosas que otras, correspondían al emperador y a los patricios. Desde lo que sería el escenario hacia abajo, también hay niveles por donde se movía todo lo referente al espectáculo antes de entrar en acción.

No en vano es el ícono preferido de Italia, el Coliseo es impresionante, tanto por fuera como por dentro. Subí escaleras, toqué columnas, me senté en pilares…solo para refunfuñar sobre cómo permiten que la gente ande por ahí! Yo haría una vista panorámica desde la altura y listo. Igual, me dio pena lavarme las manos, si esas columnas hablaran…!

Alrededor del Coliseo, además de parques, están los Foros Romanos y el Arco de Trajano. El Arco es precioso, como de color rosado, conserva los mármoles que el Coliseo perdió con el paso del tiempo. Y los Foros son una gran extensión de parques donde hay ruinas y algunos edificios mejor conservados de lo que fuera el área administrativa y política de la Roma antigua. Todo esto, aderezado con un millón de personas.

Roma, como tantas otras capitales, y sobre todo en verano, tiene un atractivo especial: sentarse a ver pasar el mundo. En estos lugares tan turísticos uno se divierte de solo mirar a su alrededor. Lo más gracioso? Los gladiadores (bueno, hombres vestidos de gladiadores, no los veo luchando por su vida) frente al Coliseo, intentando convencer mujeres para que se saquen la foto con ellos….mortales! Tan graciosos, pegando gritos en italiano y vestidos con esos petos que deberían ser de metal pero son plásticos, hasta un César, con la corona de laureles había!

Luego de las setecientas fotos de rigor (y faltarían quinientas más antes de irnos) pudimos abandonar la zona del Coliseo. Seguimos por la calle principal hasta encontrarnos de costado con el aparatoso monumento a Vittorio Emanuele II (el unificador de Italia), al que le llaman pastel o torta (al monumento, no a Vittorio…Uy que enredo estoy haciendo). Voy de nuevo: un gran monumento blanco y desmesurado que se puede ver de casi cualquier lugar elevado de la ciudad, coronado con ángeles, caballos y dioses. Roma está llena de cosas así, que parece que no pegaran con el resto de la ciudad.

El paseo nocturno era lo mejor del día… en subte hasta Barberini a mirar la Fontana di Trevi. Que cosa más espectacular!! Una obra de arte de proporciones excepcionales en medio de la ciudad… tan grande y tan llena de detalles. Y la cantidad de gente! No puedo dejar de mencionar la marea de personas que cubrían la fuente…cientos, miles. Todas en su mundo particular, tratando de sacar la foto perfecta, de mojarse las manos, de pensar los deseos. Resultará increíble pero alguna gente no le embocaba a la fuente cuando tiraba la moneda…eso no es mal suerte, es ir en contra de la física directamente.

Doscientas fotos, como corresponde, deseos y seguimos caminando hacia Plaza de España. No es una plaza tradicional, tiene unas anchas escalinatas que suben hasta lo alto de la ciudad, donde hay una iglesia (que también visitamos, obvio). Así que la gente se sienta en los escalones, desde donde se ve una hermosa vista de las calles que salen de la plaza, llenas de restaurantes y de turismo. Los inmigrantes paquistaníes venden cerveza mientras la gente charla y se ríe, come, o incluso baila con canciones de su propio pasacasete (pasacasete, ojo, para no olvidarse de la palabra).

Cuando ya se empezaba a ir a dormir la gente, nosotros también emprendíamos el regreso. Caminando despacito (el subte cerraba a las 21 hs), helado en mano, nos eran muy agradables la vueltas al hostel.

Para las mañanas también encontramos nuestra rutina romana en un café en la esquina del hostel: capuchino o te con un “corneto”, una versión más grande y rellena de nuestras facturas. El “espresso” no era lo mío, un café de 3 sorbitos, cargado, negro, mortífero.

A continuación del desayuno nos esperaba, en general…una iglesia. Esta vez, Santa María Maggiore. Hermosa, muy grande y lujosa, llena de columnas y ornamentos, y muy dorada. La Plaza de la República no es gran cosa, de un lado hay dos edificios gemelos que albergan hoteles de lujo y del otro hay unas termas romanas convertidas en…chan chan, iglesia! En medio, una fuente que nos sirvió para mojarnos la cara.

Callecitas y más callecitas, arriba y abajo por la villa, de vez en cuando un monumento, una fuente…hasta que llegamos a lo alto del monte Quirinale, con una vista hermosa de la ciudad desde donde se distingue hasta la cúpula de San Pedro, allí se encuentra la Casa de Gobierno y residencia del ilustrísimo Berlusconi. Por otra escalera más, bajamos hasta llegar a las inmediaciones de Plaza de España nuevamente.

El centro histórico de Roma es bastante pequeño, digamos que se puede caminar hasta cualquier lado. Sobre todo teniendo en cuenta que la línea de metro romana no es muy amplia, te acerca a los lugares, no te lleva. Del Vaticano hasta la Plaza de la República, y desde lo alto de Plaza de España hasta las Termas de Caracalla… queda cubierto todo lo importante de la ciudad.

Tal vez fuera que no me acordaba de haberlo visto ni en fotos, pero cuando llegamos al Panteón, no fue lo que me esperaba, me impresionó. Una gigantesca estructura romana de piedra, perfectamente conservada, con su nombre escrito en grandes letras de hierro en el dintel. Tres filas de columnas monstruosas dan paso a la entrada donde están enterrados célebres personajes, como el mismo Vittorio Emanuele II. Y una cúpula altísima con un agujero en el centro, por donde pasa la luz solar, recorriendo todo el suelo del Panteón a través del día. Una vez refugio de los dioses romanos, hoy es una iglesia.

Y si de elegancia hablamos, elegancia romana…nada como la Plaza Navona. Como un gran óvalo, siguiendo el antiguo trazado de un circo romano; se abre lugar esta plaza, decorada con una fuente en cada esquina y en el centro otra aún más grande (según el uso romano de decorar todo con fuentes), hecha por el famoso escultor Bernini, y que representa 4 de los ríos más importantes del mundo: el Nilo, el Ganges, el Danubio y, el viejo y peludo, Río de la Plata.

El arte fluye por este lugar como el agua de las fuentes. Decenas de pintores y músicos se reúnen en torno a Plaza Navona para exponer sus logros. Además, al estar rodeada de restaurantes con sus mesitas en la calle, estos artistas hacen al regocijo general. Nada como pasear por ahí a la nochecita… un festín para los sentidos, sobre todo comiendo una pizza con prosciutto, como la que me pedí la última noche. Que felicidad.

El río Tíber o “tévere”, en italiano, cruza la ciudad como una cinta verduzca. Más allá del río, el Castel Sant Ángelo, la ciudad del Vaticano y el tras-tévere, un barrio bohemio conocido. Sentados al margen del Tíber, mirando el agua y la silueta de la ciudad, miramos solo de reojo la calle que lleva hasta la mismísima Plaza San Pedro, en el corazón del Vaticano…eso quedaba para el día siguiente.

El subte solo nos acercó hasta el Vaticano y entramos a la plaza como por la puerta del costado… por lo cual, Alejo me prohibió ver nada hasta que no llegáramos al vero centro y entrada principal de la sede Vaticana. Visión triunfal, todo en su sitio y perfectamente encuadrado para mí. La Plaza San Pedro me desilusionó un poco, sentía como que ya la había visto alguna vez. Además estaba lleno de sillas de plástico en hileras, que se usan para cuando los miércoles da misa el Papa. Hacía mucho calor y había una cola interminable para entrar a la Iglesia de San Pedro. Conclusión: fastidiada en el Vaticano.

Después de hacer la cola con paciencia y cubrir nuestras partes pudendas (hombros y piernas incluidas…vamos, que los musulmanes no inventaron nada) contemplamos la puerta que se abre cada 25 años otorgando el perdón absoluto de todos los pecados. Estaba cerrada, seguimos tan llenos de pecados como fuimos, creo que peor, no sé si no es un pecado estar fastidiada en el Vaticano.

La Basílica de San Pedro. Qué puedo decir? Imponente, esplendorosa, suntuosa, inabarcable. No en vano es la más grande del mundo. Hubo que mirar la escultura de La Piedad, de Miguel Ángel, porque, de lo contrario, tenía que firmar el divorcio. Me pareció una escultura muy linda, pero me sorprendió que brillara un poco, como encerada. Siempre fue así? No es seria una escultura brillosa. Debajo de la iglesia, no solo se encuentra la tumba de San Pedro, sino también de todos los Papas que existieron. Muy interesante, realmente. Vale la pena el paseo.

Cola para subir a la cúpula de la basílica. Fastidio total. Éramos mil personas, al sol, con 35°C y una sola ventanilla para sacar entradas. Nos estarían haciendo purgar nuestros pecados? Que abran la puerta esa más seguido, che!

Con las escaleras y los escalones anduve bien, entro en estado alfa y me miro los pies que suben y suben (o bajan y bajan, que es lo mismo). Lo que me mató fue cuando se me empezaron a torcer las paredes. Es lógico, era la cúpula. Me mareé automáticamente, me gustaría llamarla una fobia geométrica. Finalmente llegamos, y la vista desde arriba del todo es maravillosa. Un mar de techos de tejas rojizas, un enredo de callecitas, algunos parques arbolados y, cruzando toda esa composición, el anciano Tíber y sus aguas verdosas.

Todavía quedaban los Museos Vaticanos, en los cuales, el 100% de las visitas se las lleva la Capilla Sixtina. Pero, como la gente del Vaticano también sabe esto, construyó todos sus museos alrededor de la capilla formando un gran laberinto, como en esos laboratorios de hormigas. Además se sentía así y todo, éramos cientos de personas caminando por pasillos y galerías como guiados por el olfato artístico del turismo. O, lo que es peor, el olfato turístico del arte.

De tal manera, aunque nuestra intención y la del millón de personas que entró con nosotros, había sido visitar únicamente la Capilla Sixtina, terminamos recorriendo las 68 salas anteriores. Incluyendo las monedas antiguas, los retratos papales, la colección de sotanas con onda y los libros ansiolíticos. Otro tanto a la salida… Que los carteles de “exit” eran más una esperanza vaga ya, que una realidad. Subíamos escaleras, bajábamos rampas, galería de pinturas, de esculturas, tienda de regalos, escalera negra, escalera de caracol. Pone a prueba al más virtuoso.

La Capilla Sixtina, un recinto rectangular, con paredes y techos altísimos cubiertos con las más ilustres pinturas de los más famosos artistas (el mayor, Miguel Ángel). La estrella? Esa célebre pintura en el techo, donde Dios y Adán estiran sus dedos para tocarse.

La sensación que teníamos era la de estar en un corral, por la cantidad de gente. Pero, debo admitir que las pinturas son muy bonitas y sorprendentemente coloridas, resaltan por la estancia de madera oscura y poco iluminada.

Otra verdadera sorpresa fueron las Termas de Caracalla. Un imponente conjunto de edificios muy bien conservados que se alza pasando el Foro y el Circo Máximo. Estas termas fueron lugar de esparcimiento y recreación de las clases altas romanas, estaban cubiertas de mármol por completo y decoradas con las más exquisitas esculturas de dioses y mujeres. El suelo, de pequeños cerámicos blancos y negros, dibujaba formas geométricas diferentes en cada pileta (en algunas aún se puede ver). Las paredes, de unos 7 metros de altura y las depresiones del suelo que formaban las piletas, están intactas (han perdido el mármol, pero conservan la estructura, inclusive los arcos). Es una maravilla ver e imaginar lo que sería eso en sus tiempos de esplendor.

Último quedó el señor Moisés, una escultura de Miguel Ángel (junto con La Piedad y El David, se esmeró para que lo recordaran como escultor y no como pintor). De mirada iracunda y con unos curiosos cuernitos, resultado de una mala traducción de las escrituras, se alza El Moisés, temible y musculoso. Poco tiene que ver con la imagen que me quedó de catequesis, de un anciano de cabellos blancos y con una rama por bastón. Este Moisés esta fuerte, ja, con razón las aguas le hicieron caso.

La maravilla de Roma es que vive de día y de noche, al menos en primavera y verano. Caminar por sus calles a las 11 de la noche puede ser aún más interesante que hacerlo de día. La ciudad respira turismo y entretenimiento. Desde las mesas en la calle, con su eterno mantel a cuadros blanco y rojo y su pizarra con el menú escrito en tiza; pasando por las increíbles ruinas romanas e iglesias iluminadas; hasta los músicos y artistas callejeros y los desfiles interminables de pinturas coloridas, mostrando, invariablemente, paisajes idílicos de la ciudad o alguna bella italiana semi desnuda. Las fuentes sonoras y coloridas, las colas para comprar “gelato” (helado); todo en Roma invita a la foto y a la sonrisa. A querer volver.

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