30 de diciembre de 2012

¡Feliz Año Nuevo!






¿Alguna vez soñaste con viajar por un país desconocido? 
Acompañame en esta aventura de Mercedes a México, y descubrí cómo es viajar y vivir en el país del chile durante 2 años. No te vas a arrepentir. 
Lee y viajá desde la comodidad de tu casa para estas fiestas. 





"Crónicas Mexicanas eBook" 
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durante todo el 01/01/2013
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¡Les deseo un Feliz Año Nuevo!

27 de diciembre de 2012

Revival... "El drama...ese alimento de los dioses"



El drama, ¿qué es el drama? ¿Por qué las mujeres necesitamos un poco de drama en nuestras vidas? Y ¿por qué, fundamentalmente, Alejo no comprende su gran aporte a la vida conyugal?
En el título puse “ese alimento de los dioses” y así lo creo. Efectivamente, los dioses griegos y romanos fueron los primeros que inventaron el drama. ¡Y qué dramas!
Después vinieron las novelas y las películas, donde las mujeres descargaron todas sus frustraciones, ilusiones, miedos y alegrías que tenían guardados en la mente. Jane Austen, quien vivió un gran drama amoroso (si es ajustada a la realidad la película que acabo de ver), calculo que se inspiró en sí misma cuando escribió sus múltiples novelas. Sus libros son bastante densos, cualidad que atribuyo a que ella, finalmente, no vivió el matrimonio en carne propia. ¡Nada mejor que un esposo para bajar a la tierra el más greco-romano de los dramas!
Uno de esos esposos que le preguntan a su esposa “¿Qué te pasa?”, y ella, engañada por la falsa intención de la pregunta, contesta con un “Estoy media triste porque mi vida no es lo que yo esperaba”. Entonces el marido pone cara de comprensión y con un mimo en la cabeza (la peor clase de mimo) la tranquiliza diciendo “No te preocupes, ya se te va a pasar”.
Digamos que Jane se conseguía un marido y se casaban. Pongámosle que se amaban profundamente. El amor en un matrimonio es como esas bolas de cristal con agua y que adentro tienen nieve o copitos, cuando uno las sacude un poco, la nieve se esparce por toda la bola y cuando lo deja quieto, de a poco toda la nieve cae hasta el fondo. El enamoramiento es la primera parte y el resto de un matrimonio feliz es la segunda. El amor está, solo que no ocupa toda la bola (siendo la bola el cerebro femenino, se entiende).
Claro que el amor no ocupa todo el cerebro de una mujer, en tanto y en cuanto no se lo sacuda. Si, mis queridos, también se puede sacudir un cerebro. ¿Cómo? Muy fácil, las mujeres somos altamente susceptibles al…drama. Ahí lo tienen.
En nuestra versión de la vida de Jane (digamos que la realidad alternativa de Jane), ésta se casaba y toda la comarca acudía al casamiento. Tenían una noche de bodas romántica, con pétalos de rosas, caricias, mimos. Se iban unos días a Londres, donde se alojaban en la mansión y se pasaban los días caminando por la ciudad agarrados de la mano, de pic-nic en la pradera o bailando en fiestas de la alta sociedad. ¡Qué felices eran Jane y marido! (A quién podríamos llamar Rubén, para mestizar un poco la novela).
Una mañana Jane se levanta y, mientras se peina, se mira al espejo. “¿Por qué no seré rubia?”- se pregunta con cierta curiosidad. “Es más- piensa- como me gustaría tener el pelo rubio y lacio, para poder peinarme con más facilidad”. Sigue acicalándose durante unos minutos, intranquila, y de repente revolea el cepillo por el aire, que le da de lleno en la frente a su marido Rubén, y grita: “¡Odio mi pelo! ¡Mi hermana era rubia y yo tuve que salir morocha y encima con estos rulos de morondanga!”
Directamente enojada y pasando rápidamente al desconsuelo se da cuenta de que nació en el siglo incorrecto, que no hay alisado japonés ni Casting de Revlon que pueda asistirla en su terriblemente errada vocación capilar.
Rubén, que no entiende nada, la mira con cariño y le dice “Mi cielo, a mi me encanta tu pelo. Estás preciosa. Y, perdóname que te lo diga, pero tu pelo es mucho más lindo que el de tu hermana”.
“No ves, Rubén- dice ella, entornado los ojos- que tenía razón. ¡Siempre te cayó mal mi hermana! Y yo que la adoro, es mi mejor amiga del mundo. ¡Y vos la odiás, Rubén, desgraciado!”- grita Jane, amenazándolo con el talco, todavía en camisón y con los pelos hechos una maraña, decididamente poco elegante.
“Pero Jane- intenta el pobre Rubén, al que le vendría mejor quedarse callado pero él no lo sabe- yo no odio a tu hermana. Y digamos que, muy mejor amiga tuya no será porque no se ven nunca…” (Ibas bien, Rubén)
“Yo no sé qué tenés vos contra mi familia”- dice Jane, cuyos ojos empiezan a llenarse de lágrimas. “No te entiendo, Rubén, sniff, yo me aguanto a tu familia todas las fiestas y ¡¿vos me decís esto?!”
Ya las lágrimas corren por las mejillas de Jane quien, limpiándose la nariz con la manga del camisón termina diciendo: “¿Sabés qué, Rubén? Hoy, el desayuno, ¡te lo preparás vos!” Y sale rauda dando un portazo.
¿Qué pasó aquí? Bien, si le preguntamos a Rubén, probablemente nos conteste que su mujer (quien era pura dulzura con él hasta ahora) se volvió loca de un momento al otro y él se quedó sin desayuno. Jane, mientras tanto, corrió a escribir una novela, porque se inspiró en el desgraciado de Rubén, el infortunio de su pelo y su angustiante familia política.
Un rato después, con la panza vacía y una terrible confusión mental, Rubén se acerca al escritorio donde Jane está sentada, escribiendo. Para él, esto es como un juego de cartas, depende en un gran porcentaje del azar. El movimiento que va a hacer puede salirle bien o puede tener un resultado atroz y terminar peor que con la mera ausencia del desayuno. Rubén mira sus cartas, sus herramientas para salir de meollos como estos. Las posibilidades son: un abrazo, enojarse o simplemente ignorarla. “Siempre las mismas…”-piensa un poco desalentado.
Se acerca a Jane, le da un abrazo y la mira (no le dice nada, gran jugada de su parte). “Ay Rubén, ¡cómo te quiero!”- exclama ella para asombro de su marido. Esta vez le salió bien, ni él se lo cree, ¡y eso que estuvo a punto de enojarse!
Se besan apasionadamente sobre el escritorio y, mientras caminan hacia la cocina abrazados, Rubén sabe que le espera más que un desayuno. “Soy un campeón”- se felicita sin saber, verdaderamente, ni qué pasó ni cómo lo arregló; fundamentalmente, si haber aprendido nada de esta lección.
“Él se dio cuenta y vino a consolarme”- se alegra Jane. “Qué bien, cómo controlo a mi marido”- dice mientras prepara el desayuno.
Las mujeres amamos el drama. En mayor o en menor medida. Mejor en su medida justa, si no queremos convertirnos en la verdadera Jane Austen y quedarnos sin marido.

22 de diciembre de 2012

La Navidad va al desierto


Caminaban por el desierto con los pies pesados. Iban arrastrando un poco de arena a cada paso que daban, dejando detrás suyo huecos y líneas en el suelo. El rastro a la distancia formaba una línea muy larga que cruzaba las dunas y trazaba un camino en diagonal por el desierto. El sol se estaba poniendo y la arena, que antes había sido amarilla, se volvía naranja.

De pronto se empezó a escuchar el ruido del viento, un sonido profundo y largo, que venía desde algún lugar. Se sentaron en el piso uno al lado del otro, cubriéndose las piernas con sus ropas y la cara con la tela de los turbantes, bajaron las cabezas y esperaron en silencio. Sopló el viento durante muchos minutos, otra persona hubiera pensado que fueron horas, pero la gente del desierto conocía el paso del tiempo, había aprendido a descifrarlo en las pequeñas cosas: la sombra de una piedra, el movimiento de las dunas, los colores de la arena.

Cuando se pusieron de pie y se quitaron la tela que les tapaba la vista, el viento había dejado de soplar y la arena volvía lentamente a su lugar, borrando el antiguo camino trazado por las huellas de los dos. Antes de continuar, miraron alrededor, como orientándose. Ninguno de ellos habló, pero el mayor hizo una pequeñísima inclinación con la cabeza que llamó la atención del otro hacia un punto en el desierto, al pie de una duna, mucho más adelante de donde se encontraban.

A medida que se acercaron el punto empezó a tomar forma, nunca habían visto algo así pero les parecía una casa.  Era blanca, de dos pisos, con un jardín alrededor y una cerca de madera también blanca. Cuando llegaron a la altura de la cerca, vieron la pequeña puerta: conducía al camino de piedras que separaba en dos el pasto del jardín. Era la primera vez que veían pasto, así que les costó quitarle los ojos de encima. El camino terminaba en unos escalones que subían a la galería de la casa, donde una señora se balanceaba sentada en una mecedora.

Se quedaron ahí parados, todas sus alarmas cerebrales encendidas, pero incapaces de determinar una sola cosa amenazadora. No dejaban de mirar alternadamente, el pasto y a la nube de pelo blanco de la señora, que se mecía adelante y atrás mientras las maderas del piso crujían lánguidamente. La señora de pronto levantó la vista y, mirándolos por encima de unos anteojitos de medialuna, les dijo: “Bienvenidos, los estaba esperando”. Los jóvenes se miraron sorprendidos.

Ella dejó a un lado su tejido y se puso de pie. “¡Vengan!- insistió haciendo ademanes con la mano, “Vamos, no se queden ahí parados.”

Los dos hermanos observaron la puerta con detenimiento hasta que entendieron el mecanismo. Quitaron la traba metálica y caminaron como autómatas por el camino de piedritas, que se sintió un alivio después de estar hundiendo los pies en la arena por tantos días seguidos. El mayor se dirigía a la galería, con la vista fija en la señora, así que no vio cuando el menor, que iba unos pasos detrás de él, se agachó y pasó la mano suavemente por la superficie del pasto, como acariciándolo.

En unos pocos segundos llegaron hasta la casa y subieron los escalones. La señora, que hasta ese momento los estudiaba con la mirada, abrió primero una puerta de mosquitero metálico y luego, con un poco de dificultad, la otra de madera blanca. Tiró de la manga del mayor, algo le indicaba que se abstuviera de tocarlos todavía, para que pasara al interior.

Lo que vieron adentro los impresionó aún más de lo que esperaban. Si bien la visión de la casa blanca con jardín en medio del desierto les había causado una sorpresa extraordinaria, no podían evitar sentir en algún lugar de su mente, en alguna parte perdida de su cerebro, que la imagen les era familiar. Pero el interior de la casa no existía ni en sus más absurdas fantasías.

Todo parecía brillar con luces de colores que se prendían y se apagaban. Hileras de pequeños foquitos de colores decoraban el techo, los marcos de las ventanas, las patas de las sillas y el contorno de la chimenea. Luego había un gran árbol, tan alto que llegaba hasta el techo, en un rincón de la habitación. Estaba adornado con bolas rojas y doradas, y largas guirnaldas de pelitos metálicos que reflejaban las luces, a sus pies se apilaban cajas grandes y chicas, todas envueltas con papeles dorados y atadas con un moño de cinta. En la chimenea, que tenía el fuego encendido, colgaban una tras otra medias gigantes verdes y rojas, de las que salían chupetines rayados. Frente al fuego, sobre la espesa alfombra blanca, había tres sillones individuales, cada uno con una manta bordada con la cara de Papá Noel.

Sin saber qué hacer, los hermanos permanecieron de pie en medio de la habitación. Pero la señora los miró con el ceño fruncido y el menor atinó a sentarse en uno de los sillones. El otro opuso más resistencia, pero terminó cediendo ante el enojo de la señora y la mirada de suplicante entusiasmo de su hermano.

“Me llamo Elsa- dijo ella, caminando con lentitud mientras cargaba una gran bandeja de madera en la que traía tres tazas humeantes y una canasta de galletas-, feliz Navidad.”

Elsa les entregó a cada uno una taza de chocolate caliente que ellos sostuvieron aunque se quemaban los dedos, porque no sabían dónde ponerlas y además, olían delicioso. Luego la copiaron en cada movimiento: bebieron un sorbo de chocolate, se lamieron el labio superior, cruzaron y descruzaron las piernas, con una mano se pusieron la manta sobre las rodillas. A pesar del calor abrasante del desierto del que venían, en la casa hacía frío, se agradecían las mantas y los hermanos se giraron en sus sillones buscando el calor de la chimenea.

“Verán- Elsa comenzó a hablar nuevamente, sintiéndose incómoda por primera vez desde la llegada de los jóvenes-, se me concedió un deseo esta mañana… Un deseo de Navidad. Por eso están ustedes aquí.” Los miró pero ellos no parecieron entender más que cuando la vieron aparecer en el porche de la casa, entonces continuó: “Deseé que si me quedaba alguien en el mundo, aunque fuera un pariente muy lejano del que no conociera ni el nombre, esa persona pudiera venir a pasar la Navidad conmigo.” Bajó la vista, avergonzada, y con los dedos dibujó la cara del Papá Noel que había en la manta. “Cuando me desperté y salí a la puerta, me encontré acá, en el medio del desierto.” Los hermanos la escuchaban atentamente sin dejar de dar sorbitos a sus chocolates, pero ella no estaba segura de que la estuvieran entendiendo. ¿Siquiera hablaban el mismo idioma? No habían pronunciado una sola palabra desde que llegaron…

“¡No crean que no fue una sorpresa para mí!”- dijo de pronto, subiendo el tono de voz, lo que hizo que el mayor abriera un poco más los ojos. “Al principio casi me da un ataque, pero después entendí que en estos días una tiene que aprender a aceptar lo que le toca, entonces me senté en la galería a continuar con mi tejido mientras esperaba lo que sea que me había traído hasta acá. Y, después de esperar casi todo el día, aparecieron ustedes.”

Elsa los miró desconsolada por su silencio y estaba empezando a sentir como la desilusión se esparcía por su cuerpo cuando uno de ellos, el menor, habló. “Sabemos inglés- enunció con seriedad-, la abuela nos enseñó.”

El mayor de los hermanos exhaló todo el aire de sus pulmones, bajó la cabeza cuando el recuerdo lo alcanzó y pudo verse con claridad a sí mismo sentado en una silla desde la que sus pies se balanceaban, en aquella habitación donde el piso era de tierra, contemplando una fotografía amarillenta apoyada junto a una lata llena de lápices. Su abuela señalaba con un dedo arrugado las hojas del libro con el que les enseñaba inglés y él desviaba la mirada hacia la fotografía cada dos por tres. Una casa blanca, un jardín con pasto. La abuela la había sacado de ahí y la había guardado adentro del armario para que él no se distrajera más, pero cada vez que volvía, la foto estaba de nuevo junto a la lata de lápices. La primera vez que la había visto le preguntó y ella había contestado que era la casa en la que pasó sus últimas vacaciones, eso desencadenó todo tipo de preguntas sobre las vacaciones y sobre Inglaterra que la abuela no estaba dispuesta a responder, así que él se tuvo que conformar con esa poca información.

La casa era esa casa, donde ellos estaban sentados ahora. Elsa seguía siendo una desconocida, pero la conexión no tardaría en llegar. Lo estaba mirando con curiosidad y su hermano también. No respondió lo que ellos preguntaban con la mirada, se limitó a decir en peor inglés que su hermano “Mi abuela pasó aquí sus últimas vacaciones.” Y a Elsa le brillaron los ojos, como si de pronto los conociera, y asintió  sonriendo.


17 de diciembre de 2012

¡Feliz Navidad y Feliz Año Nuevo! (con regalo)


Mis queridos/as lectores/as:

Solo quería desearles ¡MUY FELICES FIESTAS!


Gracias por acompañarme durante todo este año. Espero que hayan disfrutado leyendo mis crónicas y cuentos, tanto como lo hago yo mientras escribo. Me hace muy feliz compartir con ustedes todo esto y poder regalarles aunque sea un ratito de diversión y asombro a sus vidas. Siempre espero sus comentarios con entusiasmo.

Les deseo amor, paz, alegría, esperanza, salud, coraje, paciencia, fuerza y mucha felicidad en estas fiestas. 

Mi regalo para ustedes es (para variar) 
"Crónicas Mexicanas ebook", disponible GRATIS en Amazon.com y Amazon.es durante el 
25 de diciembre y el 1º de enero.

Y espero terminar un cuento navideño también...

¡Un abrazo enorme!


14 de diciembre de 2012

Las termas de algodón de Pamukkale


La combi que nos transportaba como parte del tour nos dejó en un hotel en las afueras del pueblo de Kusadasi (en este caso el “nos” corresponde a mis amigas Angie y Noe, y a mí). Antes de llegar, mientras recorríamos la hermosa ruta de la costa, vimos pasar el pueblo que parecía encantador, pero la combi siguió camino y nos dejó más allá, bastante más allá del pueblo. Le preguntamos al guía si podíamos tomar algún transporte para ir a cenar al centro. ¿A quién queríamos engañar? Estábamos destruidas después de recién dos días de tour.

Todo comenzó muy temprano a las 5 de la mañana cuando cruzamos como un exocet el puente de Bogaciçi (el maldito puente a esa hora estaba desierto) y llegamos al barrio de Taksim, donde nos recogió una combi para ir al aeropuerto. En avión a Izmir, en colectivo hasta un punto de encuentro de tours (vaya a saber uno donde), luego hicimos la excursión de todo el día por las ruinas de Éfeso y, finalmente, llenas de tierra, transpiradas y muertas, llegamos al hotel de Kusadasi.

El lugar era una belleza, paradisíaco. Desde el balcón de la habitación (mucho más lujosa de lo que habría esperado, aunque mis amigas se habían encargado de la organización del viaje) vimos un increíble atardecer sobre el mar y una pequeña playa llena de sombrillas debajo. Logramos arrastrarnos hasta el deck de madera en el que estaba la pileta y las tumbonas del hotel y nos posicionamos muy cómodamente, completamente vestidas pero descalzas, bebidas en mano, para ver la puesta de sol y cómo se zambullía en el agua un ruso (al que los escasos 18 grados le parecerían clima tropical).

Oh…relajación total. Unas olas perezosas rompían en la arena trayendo montones de algas, las palmeras se mecían con el viento, el sol teñía todo el cielo de color naranja y el mar era un enorme manto denso. Solo un ruso y dos perros copulando compartían nuestra dicha. Y eso, quizás, daba valor agregado al momento.

A la hora de la cena, y después de comunicar en la recepción del hotel que se nos había tapado el inodoro (queja incómoda si las hay), aparecieron todos los demás huéspedes: mayormente gente de la tercera edad que se congregaba en largas mesas con cartelitos que indicaban este o aquel tour. También nosotras nos sentamos en el extremo de una mesa, sin sentirnos ni un poco intimidadas por el ambiente octogenario. Tenedor libre y además, después de unas averiguaciones, incluido en nuestro tour. Así que comimos todos esos platos suficientemente exóticos como para saber que uno está en Turquía pero no tan agresivos como para dejar con hambre a los turistas. Y fuimos felices.

Incapaces de prever la puntualidad de los guías turcos, estábamos desayunando cuando uno de ellos asomó la cabeza para preguntar por nosotras. Solo atinamos a dale un trago al te con leche hirviendo y a hacer un gran sándwich con las tostadas, la manteca y la mermelada, que fuimos comiendo mientras caminábamos a disgusto hasta la combi.

Nos esperaba Pamukkale, uno de los mayores atractivos turísticos de Turquía. En medio de un territorio árido de suaves montañas, sobre la ladera de una colina se encuentra una formación alucinante, como si un lado de la montaña estuviera cubierto por una capa blanca de glaseado. Aunque puede verse desde varios kilómetros de distancia, el sol se reflejaba en el blanco lastimando los ojos, así que era difícil distinguir las famosas piletas que forman terrazas.

Se entra al complejo por un camino de palmeras (con aspecto de oasis), trazado encima de la antigua calzada Hierápolis, una ciudad romana construida alrededor del 180 a.C. de la que hoy en día quedan en pié el antiguo anfiteatro, parte de los templos y los baños termales. Todo está siendo excavado y reconstruido. Junto a las ruinas de Hierápolis hay un complejo termal moderno que recibe turistas durante todo el año gracias a su clima templado y los agradables 25 grados del agua. La mayor parte de visitantes provienen de Rusia, curiosamente.

La llamada “pileta de Cleopatra” en la que se cree que se bañaron ella y su amado Marco Antonio durante un viaje, se encuentra en medio del complejo y es una piscina rústica cubierta de vegetación y con antiguas columnas romanas que hacen las veces de decoración. Está indefectiblemente llena de rusos durante las horas más concurridas, pero fuera de ellas, es posible bañarse con tranquilidad e incluso nadar en medio de tan curioso sitio histórico. Se cree que el agua, además de ser agradable, tiene propiedades curativas, así que la gente llena sus botellas plásticas en alguna de las bombas que hay esparcidas por el complejo y la bebe. 

Como si el beneficio a la salud fuera inversamente proporcional al sabor, el agua es horrible, sabe a metal oxidado, a sangre, a que no deberíamos estar bebiéndola.

La cuidad romana está establecida en torno a las termas que formaron Pamukkale, que quiere decir “castillo de algodón”. Como resultado del movimiento de las placas tectónicas en la zona, de la tierra brota agua rica en minerales (sobre todo bicarbonatos y calcio) que se escurre colina abajo revistiendo el suelo a su paso de una capa blanquecina de piedra caliza y travertinos. La acumulación de agua crea piletas naturales, unas sobre otras formando terrazas que cubren toda la ladera de la montaña que, con sus estalactitas colgando dan un aspecto de catarata congelada. La combinación entre el suelo de estas piletas y el agua rica en minerales crea un efecto óptico asombroso: un mar de piscinas calcáreas llenas de agua celeste.  Es imposible quitar la vista de ese paisaje, la gente se apresta a sacar miles de fotos como si de un momento a otro fuera a desaparecer.

Encontramos libre un hot spot fotográfico y nos dedicamos a sacar las decenas de fotos de rigor, aunque es un proceso difícil porque el reflejo del sol es tan cegador que no se ven ni las pantallas de las cámaras fotográficas. Así que era “la foto al bulto”.

La gente camina por los bordes, bajando de una pileta a otra, hasta encontrar un lugar donde sentarse a contemplar el maravilloso paisaje. Las piscinas no suelten tener más de un metro de profundidad pero el suelo es rugoso y está lleno de sedimentos, así que cuesta caminar por allí. Aún así el sacrificio vale la pena porque una vez ubicadas en algún rinconcito, con el agua cálida relajándonos las extremidades, pudimos apreciar la belleza de esas piscinas sin fin, donde el agua se va desbordando y se escurre llenando las inferiores, también del azul del agua que compite con el cielo y de la amplia vista del valle cubierto de vegetación, gracias a los increíbles 250 litros de agua termal que se vierten por segundo.




El “castillo de algodón” es una maravilla natural imperdible, la humanidad disfruta de ella desde hace tanto tiempo que resulta tranquilizador pensar que no hay apuro. Pamukkale lo espera a uno.

10 de diciembre de 2012

El nefasto accesorio



Érase una vez, un pequeño pueblo en medio de una enorme extensión de campo. Vivían pocas personas en aquel lugar, un par de cientos. Eran los hijos de los hijos, y los nietos de los nietos aquellas familias que lo habían fundado muchos años atrás.

Cada tanto aparecía alguna carreta traqueteando por la polvorosa calle de tierra, la misma que cruzaba los campos sembrados y terminaba en el pueblo. La carreta más esperada era la del señor Wong porque traía todo tipo de artilugios y modernidades de las grandes ciudades. Se instalaba por unos cuantos días en el pueblo y la gente se regocijaba revolviendo sus baúles llenos de cosas.

Las preguntas más frecuentes solían ser “Qué es esto, señor Wong?” o “Para qué sirve aquello?”. Pero tarde o temprano todo el mundo encontraba en los baúles algo que comprar y llevarse a sus casas. Podía haber en ellos ropas, utensilios de cocina, tintas, pastiches medicinales, licores añejos, hasta libros y publicaciones varias.

El señor Wong, que no era ningún tonto, llamaba primero en las casas de las familias más adineradas del pueblo, para luego instalarse cómodamente en una esquina de la plaza. Las señoras pudientes y sus hijas tenían el privilegio de ser las primeras en revisar sus baúles y quedarse con las telas más finas y los elementos más deseados.

Un día de verano, en las primeras horas de la tarde, cuando todavía los habitantes estaban guardados en la fresca oscuridad de sus casas, se vio a lo lejos en la carretera una polvareda que indicaba la llegada de una carreta. A los pocos minutos fue fácil determinar que era la del señor Wong, decorada con sus múltiples banderines de colores. El chico que cuidaba los caballos en la granja de la familia Monserrat corrió hasta la casa, entró por la cocina y se apresuró a dar la noticia a las mujeres que preparaban ya la cena.

Cuando la carreta se hubo detenido en la entrada de su casa, el señor Monserrat abrió la puerta con lentitud, detrás suyo asomaron su esposa e hijas con caras ansiosas.

-Señor Wong- dijo el señor Monserrat al ver aparecer al comerciante, que salía por la pequeña puerta del carruaje-, estamos encantados de recibirlo. Por favor, tenga a bien pasar y tomar un té.

-Gracias, muchas gracias- repitió el señor Wong que, sin importar cuánto tiempo hacía que se trataba con estas familias, nunca se sentía cómodo en sus hogares.

Mientras los señores pasaban a la sala de estar y se sentaban en los sillones a tomar el té, el mayordomo de los Monserrat y el chofer del señor Wong descargaron tres baúles que ubicaron en las alfombras de la salita.

La señora Monserrat y sus hijas aguardaron con angustiosa impaciencia a que terminara la ceremonia del té. Bebían sus tacitas de porcelana y mordisqueaban bizcochos de manteca mientras el dueño de casa averiguaba las novedades de las grandes ciudades. El señor Wong también bebía té y, como hacía mucho calor ese día, se pasaba cada tanto un pañuelo por la frente para secarse las gotas de sudor que iban apareciendo.

Un rato más tarde, mientras las hijas admiraban vestidos y abalorios de vidrio, el mercader apartó al señor Monserrat para mostrarle lo que llamó “el objeto más importante a la venta”. Se trataba de una cinta de película en blanco y negro, y un pequeño proyector. Era también el objeto más caro y el señor Wong tenía toda la intención de venderlo cuanto antes para solventar los gastos de su estadía.

-La película es una adaptación de la obra teatral de William Shakespeare. Es muda y está en blanco y negro, pero se ve perfectamente y entretiene al público de todas las edades –comentó el señor Wong-. Le aseguro que será un éxito entre sus familiares y amigos. Y prometo traerle más películas cada vez que venga.

El señor Monserrat aparentó meditarlo un poco, observó a sus hijas que le lanzaban miradas aprobatorias y luego a su mujer que asintió imperceptiblemente. Probaron el proyector en la cocina de la casa, ya que las otras paredes tenían empapelados floreados que distorsionaban la imagen. Contentos con el resultado, pagaron al señor Wong todas su adquisiciones y lo dejaron continuar su recorrido.

Una semana después, el señor Monserrat decidió hacer una gran fiesta para celebrar el vigésimo primer cumpleaños de su hija mayor y, como era costumbre en un pueblo tan pequeño, invitó a todo el mundo. En el patio de la casa pusieron mesas repletas de comida y sillas para los invitados mayores. El acontecimiento de la noche, luego de servir la torta, era la presentación de una película que iban a proyectar en la pared del molino, contiguo al patio de lajas donde se celebraba la fiesta.

Con el público expectante, se apagaron todas las luces y la homenajeada tuvo el honor de poner en funcionamiento el proyector. Después de una serie de rayas blancas y negras, aparecieron las primeras imágenes.

Mientras todos miraban la película con asombro, Horacio, al que llamaban “el tonto del pueblo”, quedó fascinado por una imagen: un hombre elegantemente vestido sostenía con su mano en lo alto, una calavera.

Al otro día, y para regocijo de todos los que se lo cruzaron esa mañana, apareció Horacio vistiendo un curioso atuendo negro con volantes blancos y llevando, cómo no, en la mano una calavera. Algunos se rieron, muchas señoras voltearon la vista espantadas y el florista, que estaba leyendo un artículo en el momento que Horacio pasó cerca, le pidió si podía ver la calavera, a lo que el tonto accedió encantado.

Ese día todo el pueblo estuvo hablando de ello, sin poder averiguar demasiado al respecto, ya que Horacio no hablaba ni una palabra coherente, solo asentía con la cabeza o simplemente salía corriendo cuando algo lo incomodaba.

Si, en su recorrido por el pueblo, Horacio veía que se formaba un pequeño público de admiradores, se paraba en seco y adoptaba con pomposidad la misma posición que había visto en aquella película: estiraba su brazo y sostenía en alto la calavera, a la vez que flexionaba una rodilla hasta llegar al suelo. Casi como si le estuviera proponiendo matrimonio a alguien. Luego de recibir unos cuantos aplausos y vítores (porque, después de todo, la gente del pueblo le tenía cariño) seguía vagando por ahí en busca de vaya a saber uno qué.

Muchos años pasaron desde aquel día y sin embargo Horacio nunca dejó la calavera. Andaba con ella a cuestas siempre, se volvió parte de su persona. A veces la dejaba apoyada en el mostrador mientras tomaba la merienda en la panadería y las señoras que entraban a comprar el pan se horrorizaban y pedían al panadero que le dijera algo. Si se cansaba de llevarla en la mano, se la ponía debajo de la camisa y parecía una mujer embarazada. Otras veces, se la olvidaba en algún sitio y al rato se lo veía correr a toda velocidad por el pueblo hasta que daba con su nefasto accesorio. Una sola vez se le cayó y rodó calle abajo hasta toparse con un árbol: por suerte, no se rompió.

Bastante tiempo después, el anciano señor Monserrat contaba esta historia a un grupo de hombres que bebían con él en un bar. Alguien, de pronto, le preguntó:

-¿Y qué fue de la vida de Horacio?

-Nos hicimos amigos, mire usted- contestó el señor Monserrat-. Después de lo que pasó en aquel pueblo (se refería al terrible incendio que acabó con casi toda la población) fuimos los únicos que quedamos. Él porque en seguida se echó a correr por el campo con la bendita calavera y yo, porque me había ido a esconder al molino para beber ginebra.

Los oyentes asintieron. Ellos también se habían escondido alguna vez con una furtiva botella bajo las ropas. Ninguno conocía al señor Monserrat pero, con esa sabiduría que abunda en los bares para reconocer las razones por las que alguien bebe, sabían que el viejo no mentía. Contaba su historia, como todos los demás.

-Era una buena compañía para mí- siguió, animado por el silencio-, hablaba poco y me escuchaba por horas mientras yo repetía las mismas historias. Cuando ya la ginebra acababa conmigo, me tendía en el camastro.

El mismo señor que había hablado antes, que retenía de la historia poco más que los personajes principales (ya era tarde, todos iban por su copa número infinito y las preguntas se volvían cada vez más inconexas), inquirió:

-¿Preguntó a su amigo algo sobre el origen de aquella calavera?

- Si- contestó el anciano-, una vez. Y a modo de respuesta se señaló a sí mismo. Aún con la mente turbia por el alcohol, me pareció extraño, así que tiempo después averigüé que la había robado a un muerto con su mismo nombre: Horacio. Tenía escrita una extraña frase en su lápida: “Arderán aquellos que no supieron entender”.