18 de agosto de 2012

Crónicas turcas: Viaje a la antigüedad


Salimos no demasiado temprano y con nuestras valijas de mano, hacia el segundo aeropuerto de Estambul, el que queda del lado asiático. Se llama Sabiha Gokçen en honor a la primera aviadora de combate del mundo y la primera mujer aviadora de Turquía. Desde allí, nos esperaba un corto vuelo hasta la ciudad de Izmir, a unos 450 kilómetros al sudoeste de Estambul.

Izmir o Esmirna, en castellano, es una ciudad antiquísima. Fue fundada en el 3.000 a.C. y pasó de unas manos a las otras, hasta que le llegó el turno a Alejandro Magno, que construyó la nueva ciudad y elevó su prestigio. También después siguió un frenético cambio de poder sobre la ciudad, de los griegos pasó a los seléucidas, y de éstos a los romanos. Con un agradable episodio histórico que cuenta que el general romano Sila, tras conquistar la ciudad, hizo desfilar a todos sus habitantes desnudos en pleno invierno.

Después de los bizantinos, la tuvo el Reino de Venecia, los Estados Pontificios y el Imperio Otomano Fue escenario de terribles persecuciones a los cristianos en la época romana, de un período de exterminio de los griegos y del posterior éxodo de los que quedaban (más de un millón de griegos abandonaron Turquía), cuando volvió a manos turcas, en 1922.

La Izmir actual, también llamada “La perla del Egeo”, se considera una de las ciudades más liberales y occidentalizadas de Turquía. Tiene el segundo mayor puerto y abarca las viejas ciudades de Éfeso y Pérgamo, sus grandes rivales de la antigüedad.

 
En el camino del aeropuerto a la ciudad, que son como 13 kilómetros, nos sorprendió una gigantesca cara de Atatürk tallada en la montaña, mirando con ojos ceñudos por encima de la población. Curioso, por decir algo. Luego de instalarnos en un lindo hotel del centro, nos fuimos hasta la costanera, siguiendo esa ancestral atracción que ejercen las grandes masas de agua. En éste caso, el mar Egeo.

En la costanera de Izmir, el mar Egeo es bravo y verde oscuro. Intimida. Los ferries se acercaban a la costa bamboleándose y las olas rompían con fuerza contra el muro, mojando el la vereda del paseo.

La plaza principal de Izmir, y uno de sus atractivos turísticos, es la plaza de Konak, a unos metros del mar. Con su gran explanada gris, contiene dos monumentos curiosos para ver: la Mezquita de Konak, cubierta de azulejos, y la Torre del Reloj, construida en 1901 por un francés y decorada con cuatro fuentes a su alrededor. También vale la pena ver el moderno Konak Pier, un antiguo muelle restaurado al estilo Puerto Madero por Gustav Eiffel, que acoge tiendas de marcas internacionales y selectos restaurantes.

En las inmediaciones del barrio de Konak, se encuentra el Ágora que era un centro de comercio y arte en la época romana, por el siglo II. Allá íbamos en auto, conducidos por Alejo y el GPS, cuando evidentemente doblamos donde no era y nos metimos en pleno Mercado de Kemeralti. Uno se acostumbra a lugares como el Gran Bazar o el de las Especias, pero en sus orígenes, los mercados eran simplemente calles con interminables tiendas a ambos lados y que, en algunos casos, estaban techadas con toldos o telas de arpillera. A ese tipo de mercado fuimos a parar. Parecía que en cualquier momento no iba a caber ni auto, las callecitas se iban angostando por la gente y las cosas que ocupaban las veredas. Sobre nosotros, unos rudimentarios toldos de colores nos protegían del sol, pero algunos rayos pasaban y hacían que cambiara la coloración de todo mientras pasábamos de un toldo al siguiente. Suspendí mi pánico, como suelo hacer en esas ocasiones, para guiarnos fuera de esa maraña de gente, tiendas, mercaderías, mesitas, cajas, puestos de comida y conductores tan poco precavidos como nosotros. No fue la mejor de las experiencias, pero nos alegramos de haber ido en auto, porque de otra manera nunca hubiéramos ido.

 
El Ágora está en pleno proceso de excavación y puede verse desde fuera de las rejas, un error si quieren tentar a los turistas. Parece una estructura impresionante, conserva arcos y escaleras ya que tenía tres pisos, y se supone que es el ágora romana mejor conservada. Pero creo que va a estar mejor cuando terminen de armarlo, excavarlo y, si es posible, techarlo también.

La guía recomendaba ir a visitar el Castillo de Alejandro Magno antes de que se ponga el sol. En lo alto de la ciudad de Izmir, a 185 metros sobre el nivel del mar, se alza el barrio de Kadifekale. Allí hay restos de una acrópolis y su muro donde se cree que se asentó Alejandro Magno en su paso por la ciudad, y desde donde se ve una espectacular panorámica de la bahía. También veíamos por debajo nuestro las terrazas donde cocinaban con apuro las mujeres musulmanas, esperando la puesta del sol.

La costanera, que se llama Kordon, es muy bonita, tiene un camino de baldosas blancas y negras y grandes explanadas de pasto, donde la gente se sienta a reposar y disfrutar de un sol gordo y anaranjado mientras se pone sobre el mar. En una plazoleta central, se alza el Monumento a la Independencia, que parece uno de esos árboles africanos, los baobabs, pero representa una batalla . Frente a todo esto hay hileras interminables de restaurantes y bares, que se iluminan cuando empieza a anochecer con unos faroles decorados. Elegimos un lugar elegante para cenar (después de todo, estábamos con mis padres) y disfrutamos nosotros también del atardecer y de toda la gente que paseaba sin cesar por la costanera.


A 74 kilómetros al sur de Izmir se encuentra Éfeso, la ciudad antigua más impresionante de Turquía. En ella se hallaba una de las Siete Maravillas de la Antigüedad, el Tempo de Artemisa, del que ahora solo quedan algunas columnas.  Pero, fuera de eso, la mayor parte de la ciudad está muy bien conservada. Eso se debe (al menos, en parte) a que fue abandonada por sus habitantes para asentarse en otros lugares. Esto no sucedió con urbes como Izmir y Atenas, que tienen sus tesoros arquitectónicos por debajo de ellas.

Éfeso es una verdadera maravilla y se puede apreciar casi sin dificultad como era en la antigüedad. Una clara imagen del paso del tiempo la da la Avenida Liman Arcadiana, una gran avenida con columnas a cada lado por la que caminaron (se dice) Cleopatra y Marco Antonio. En su momento iba desde el Gran Teatro hasta el puerto de Éfeso, mientras que hoy en día, el mar queda a unos cuantos kilómetros.

Es posible ver sus templos casi enteros, entre ellos, la primera iglesia consagrada a la Virgen María, que aún tiene la nave central y la pila bautismal. Otra de sus largas calles empedradas, es la llamada Vía del Mármol (estaba pavimentada de mármol) que iba desde el Gran Teatro hasta la Biblioteca de Celso. Las casas de los antiguos habitantes subían por la ladera de una colina desde las calles principales, y se pueden ver hasta las letrinas comunitarias, hechas sobre una larga plancha de piedra en forma de asiento con huecos, que daban a una canaleta principal. Una distancia de medio metro separaba a los asistentes, para nada incómodo. Y con el paso del tiempo perdió el techo y las paredes, así que hoy en día hasta tiene vistas.

Uno de los monumentos que más impresionan de Éfeso es el Gran Teatro, una de las ruinas más bellas y más grandes de la ciudad. Sus graderías estaban recubiertas de mármol, tenía capacidad para 24.000 espectadores y fue escenario de luchas de gladiadores en la época romana. El otro es la Biblioteca de Celso, la joya de Éfeso, construida en honor al padre del cónsul. En el período clásico, fue la tercera biblioteca más grande del mundo. Su impresionante fachada de columnas de varios metros tiene cuatro estatuas de mujer que representan la sabiduría, el carácter, el poder judicial y la experiencia, consideradas las virtudes de Celso.

Hay muchas otras cosas que ver en la vieja y bella ciudad de Éfeso. Y todo está al alcance de la mano, uno camina por sus calles y toca sus columnas. No hace falta demasiado esfuerzo para imaginarse cómo vivían sus habitantes. Es verdaderamente, un viaje a la antigüedad.


En sus inmediaciones quedan dos atractivos turístico más que vale la pena visitar. El primero: la Casa de la Virgen María, una sencilla capilla que se levanta sobre lo que fueron los restos de la casa donde vivió, luego de trasladarse a esta zona junto a San Juan (a que Jesús encargó el cuidado de su madre). Suena bastante increíble y existen otras “casas de la Virgen” esparcidas por el mundo, pero ésta, fue visitada ya por cuatro Papas, lo cual debería significar algo. Se supone que si uno se confiesa en esta capilla obtiene una indulgencia plenaria, así que allá fue mi madre a confesarse un simpático sacerdote franciscano que, curiosamente, había nacido en Buenos Aires.

Cerca del lugar donde vivió y murió la Virgen María, se encuentra la Basílica de San Juan, construida en el siglo V sobre la simple tumba en la que estaba enterrado el apóstol. La basílica está muy bien conservada y se pueden ver increíbles inscripciones en latín y cruces talladas en las columnas.


Satisfecha la etapa cultural de las vacaciones, nos encaminamos a la playa y la vecina ciudad de Çesme es conocida por sus hermosas playas de arena. Realmente son preciosas, allí el mar Egeo es celeste, transparente, con suaves olas y a 26 grados de temperatura. La pendiente de la playa es tan pequeña que caminábamos cien metros y todavía el agua nos llegaba a la cintura. Además, era tan trasparente que veíamos peces y bancos de algas a nuestros pies. Las playas están organizadas con reposeras y sombrillas que se alquilan durante el día y, en general, hay servicio de bar también, así que es el relax total. Algunas son un poco precarias, sobre todo las que están más alejadas de la ciudad, de manera tal que usar las duchas o los baños, puede ser toda una aventura. Pero eso no nos echó para atrás, porque los lugares eran verdaderamente hermosos.
La marina de Çesme es otra cosa digna de conocer. Está convertida en un elegante centro comercial al aire libre, con puentecitos y pasarelas, los edificios pintados de blanco y bonitos restaurantes con terrazas que miran al embarcadero, donde están atracados cientos de yates de todo tipo. Al atardecer nos acercamos al pueblo de Alaçati, que era un mundo de gente paseando. Es un pueblo precioso, con arquitectura típica del Egeo (la misma que en las Islas Griegas), callecitas de piedra muy angostas, construcciones en blanco con detalles en azul, mesitas de madera pintada en las calles, decoraciones marinas que cuelgan entre los edificios, olor a pescado y música local. Si hubiera tenido que adivinar dónde estaba, habría dicho Mykonos.


De vuelta en Estambul, visitamos algunas cosas nuevas, como la Estación del Orient Express y su pequeño museo, y volvimos al Mercado de las Especias. Luego tuve que acceder a que mis padres pasearan un poco solos, y allá fueron, solitos a la aventura. Con total éxito (de algún lado debo haber salido yo) recorrieron el Palacio de Dolmabahçe, la Torre de Gálata y hasta descubrieron el Tunel de Taksim, el tranvía más corto del mundo, que sube hasta lo alto de Gálata.

La despedida de Estambul consistió en recorrer la ciudad hasta llegar a la Colina de Pierre Loti, un bigotudo escritor de novelas francés, que, luego de recorrer medio mundo, llegó a Estambul y se instaló por aquí unos años. Desde el café con su mismo nombre, que se armó en su antigua casa, se tiene una vista asombrosa del Cuerno de Oro, esa lengua de agua que divide en dos a la parte europea. La ciudad empezó a iluminarse cuando bajaba el sol y se escucharon primeros cantos de la noche del imán.


Aunque no respetábamos el ramadán, también a nosotros nos despertó el hambre y nos fuimos rumbo a Taksim. Recorrimos la peatonal de Istiklal, que estaba llenísima de gente, como siempre, en busca de un lugar para cenar. Nos instalamos en una linda terraza desde donde veíamos pasar el mundo y mis padres se empezaban a despedir de Turquía.

Estambul cambió desde que vinieron mi prima Inés y mis padres, ahora es más familiar, tiene recuerdos míos a la vuelta de cada esquina. Ir al supermercado, tomarme el ferry o comprar especias en el Bazar son cosas que puedo compartir a la distancia, y eso es mucho más de lo que podía pedir… También les mostré orgullosa, sabiendo que no decepciona a nadie, esta ciudad tan linda en la que nos toca vivir por ahora. Y descubrimos juntos pequeños rincones y grandes maravillas como la antigua de Éfeso. Porque pasear es lindo, pero es mucho más lindo si uno lo comparte con aquellos que quiere.

¡Me aguardan nuevas aventuras! Este año viene muy acontecido. Y no puedo esperar a asombrarme con el próximo descubrimiento y luego, por supuesto, volver a disfrutarlo todo, mientras escribo para compartirlo con ustedes.

13 de agosto de 2012

Las viejas y las nuevas fijaciones de Estambul


¿Qué tendrá el mar? Algo tiene, porque la gente se siente atraída por él instantáneamente. ¿Será que simplemente es lindo? Algunos dicen que es relajante mirarlo, otros que es inspirador. La verdad es que algo tienen esas inmensas masas de agua que varían en colores, desde el más profundo azul verdoso(ese que parece negro) al celeste cristalino. La prueba de ello, en esta ciudad, es el precio de las propiedades, que suben a medida que se acercan a la costa. También significarán algo esos cientos de bancos mirando al mar, están puestos así para que la gente se siente y contemple el agua. En este caso, el Estrecho del Bósforo, que inclusive raramente tiene olas, lo que lo hace aún más aburrido, o relajante, depende cómo se mire.

Nosotros no fuimos la excepción, así que también intentamos acercarnos al mar lo más posible. Conseguimos unos 50 centímetros de mar en la vista de nuestro balcón y, en los días nublados, tenemos que pelear para que nos admitan que el mar está ahí. La mejor hora para ver el mar: la mañana, sin duda. Los atardeceres son lindos, pero para ver el cielo. El mar se luce a la mañana. Los pescadores estarían de acuerdo conmigo.

Y acá el mar se disfruta. No tanto la playa, porque son pequeñas extensiones de arena y piedra, que se llenan rápidamente de gente durante el verano. Excepto en éste, que es el mes del Ramadán, ¿quién querría estar todo el día en la playa si no se puede beber ni comer nada hasta la caída del sol? Tiene que ser un sufrimiento.

Pero la vida marítima se aprovecha. Hay toda una zona de parques, con pasto y árboles de diferentes especies, con bancos mirando al agua y estaciones con máquinas para hacer gimnasia. Además de eso, recorre toda la costanera un paseo peatonal y para ciclistas que está un poco elevado (al igual que los parques), de manera tal que siempre se ve hermoso el mar. Y también las embarcaciones, dado que por éste lado del mundo el mar no es solo contemplativo, está lleno de barcos turísticos, ferries, grandes transatlánticos que esperan su turno para cruzar el Bósforo rumbo al Mar Negro y yates deportivos.


También paseamos por el gran rosedal que se encuentra en el Parque de Göztepe (mi barrio). Repleto de rosas de todo tipo y color, sorprende que sea prácticamente inodoro. El rosedal inodoro. Es algo que no me esperaba, imaginaba que me iba a invadir una ola de fragancia a rosas. Pero no, tuve que meter la nariz en cada una de ellas para poder olerlas. Estas rosas transgénicas de la modernidad.

El tranvía que recorre la parte histórica de la ciudad, en el lado europeo, es muy moderno y casi diría que lujoso (sobre todo para los estándares de transporte público latinoamericanos). Tiene aire acondicionado, pantallas que indican las paradas y hasta una agradable locución que avisa en turco y en inglés las paradas más turísticas. Mis padres y yo esperábamos ese tranvía, un día en que la sensación térmica había llegado a los 39ºC . La agradable oleada de frescura que nos llegó cuando se abrieron las puertas, fue duramente combatida por el olor a axila que llegó con ella. Mis padres casi retrocedieron por la sorpresa.

Enfocando la responsabilidad del evidente olor a transpiración en un señor que se paraba al lado mío y se sostenía de una de las barras transversales, mi madre me quiso apartar de él. Así que cuando se abrió un hueco entre la gente, me dijo “Vení para acá, mi amorcita” con la esperanza de que eso mejorara el aire circundante.

Ahí me di cuenta que mi madre estaba haciendo responsable del olor de todo un vagón, al pobre hombre que tenía parado a mi lado. Reubicadas en otro lugar mejor, ella volvió a inspirar, esta vez con confianza, para encontrarse de nuevo con el incipiente olor a axila rancia, al que se agregaban oleadas de otro sobaco diferente que nos traía el aire acondicionado desde el extremo del tren. “Son todos, Mami”, le dije “¡o, al menos, son muchos!”. Y perdimos la batalla. El que se llevó la peor parte fue mi papá que estaba parado en la zona en que no había asientos y la gente se veía obligada a agarrarse de las arandelas que cuelgan, levantando los brazos.

Ya lo había vivido antes, estando de paseo con mi prima Inés, en una de las muchedumbres en las que esperábamos para subir o bajar del ferry. “No aletee, señora”, le decía Ine por lo bajo a una mujer vestida con el traje completo de musulmana que, evidentemente, le estaba dando calor. Pero de nada servía, en parte porque hablábamos en castellano, y en parte, porque creo que esas ropas ya están impregnadas de sudores antiguos. Es que acá, cuando huelen, huelen.


Santa Sofía es la gran joya de la ciudad. Es el monumento que encierra en si mismo la compleja historia de Estambul. Fue iglesia católica y catedral de Constantinopla durante el Imperio Romano, la tomaron los Cruzados por unos cuantos años, y luego volvió a ser sede de la Iglesia Bizantina mientras se produjo el cisma con los católicos de Roma. Después de la conquista de Estambul por parte de los turcos (y musulmanes), se convirtió en mezquita. Y finalmente, en 1931, durante el mandato de Mustafá Kemal Atatürk, se consagró como el museo que es hoy en día.


Los Cruzados contribuyeron parcialmente a su destrucción cuando la asaltaron en busca de reliquias religiosas. Otro tanto hicieron los otomanos luego de que el sultán Mehmet II les prometiera tres días de saqueo ilimitado, tras la caída de Constantinopla. También la azotaron terremotos e incendios. Así que se entiende que la gracia de Santa Sofía sea su belleza un poco ruinosa.

Aún así, se conservaron reliquias de todos las épocas que vivió este gran edificio. A un costado de la entrada puede verse todavía, parte de los relieves de mármol de la antigua iglesia del 415 d.C. La estructura principal y los murales de pequeños mosaicos dorados y de colores, son del 550 d.C. aproximadamente. Luego vinieron las decoraciones islámicas (1453), entre las que se destacan grandes discos negros con caracteres árabes en dorado, que decoran los costados de la cúpula central. También se agregaron el mimber y el mihrab que, construido en orientación a La Meca, quedó ligeramente hacia un lado de lo que fue en épocas católicas el altar. En uno de los costados del cuerpo principal de Santa Sofía, hasta puede verse un trozo del piso original, con piedras de colores.


En plena visita a este hermoso museo, intentando absorber con la vista la mayor cantidad de cosas a la vez, llegó el momento de volver a meter el dedo en otra columna. Cola, pulgar en el agujero, giro antinatural de la muñeca y foto.

Almorzamos en un elegante restaurante frente a Santa Sofía, probamos más especialidades locales, y seguimos rumbo al Palacio de Topkapi. La entrada principal se encuentra a solo unos metros del museo y, luego de pasar el arco que forman las puertas, se accede al jardín del frente del palacio. Es un jardín bonito pero del estilo local: con plantas, flores y árboles de todo tipo. Muy prolijo y limpio, pero nada de geometrías francesas.

El Palacio de Topkapi fue construido allí porque era un punto estratégico, una suave colina desde la que se veía el Estrecho del Bósforo hacia delante, el Mar de Mármara a la derecha y el Cuerno de Oro a la izquierda. Cualquier ataque marítimo hubiera sido visto con siglos de anticipación.

Dentro del palacio hay muchas habitaciones que visitar, casi todas decoradas con dos de las fijaciones arquitectónicas del imperio otomano: los azulejos pintados y el dorado. El dorado es lo que más impresiona porque no son pequeños detalles, son molduras enteras y gordas rejas de entrada. Todo tiene dorado, lo aman, como aman el oro. Dicen que en las vidrieras de las joyerías del Gran Bazar hay unas diez toneladas de oro.

También está la galería de las joyas del palacio, que son deslumbrantes (como era de esperarse) pero no le vendrían mal otro poco de luz, para no tener que pegar la nariz al vidrio para distinguir las esmeraldas y los diamantes. Y el otro lugar destacado es la sala de las reliquias religiosas.

El islam es una religión curiosa que se nutre de todo tipo de sucesos históricos y religiosos. Se supone que Mahoma, el profeta más destacado y el hombre más santo de la religión, predicó en La Meca y huyó a la ciudad de Medina tras ser perseguido. En el palacio se guardan, curiosamente, algunas reliquias referentes a Mahoma, como pelos de su barba y la huella de su pie. Es raro, no voy a decir que no. Pero más raro es lo siguiente: la Kaaba, el lugar más sagrado del islamismo, ubicado en la ciudad de La Meca y hacia donde se orientan los rezos de los musulmanes, es una construcción en forma de cubo que supuestamente realizó Abraham y su hijo Ismael; y en una de sus esquinas está la Piedra Negra, una roca de origen meteórico que le entregó el Ángel Gabriel. ¿Qué se yo? Todas las religiones son raras.

En el Palacio de Topkapi también abundan las salas decoradas con alfombras, cortinas bordadas, lámparas de colores y grandes sillones sin patas, como pegados al suelo. Todos espacios de relajación real, con vistas a los jardines o al mar. No me imagino una actividad frenética por esos lados.


Así como la ciudad de Estambul tiene sus fijaciones, mi padre tiene las suyas. Una de ellas son los pájaros y, dado que aquí hay tantos, se la pasó persiguiendo cuervos y gaviotas para sacarles la foto perfecta. Lo malo era que iba muy lentamente, así que los pájaros tenían tiempo de mirarlo y huir mientras él sacaba la cámara del estuche, se ponía los anteojos para ver de cerca, bajaba la tapa que encendía el visor y finalmente, le daba al botón de fotografiar.

Otra de sus fijaciones, al menos en este viaje, fueron los eunucos. Después de leer en las descripciones del Palacio de Topkapi y de su harem, que los eunucos eran los encargados de la seguridad de las esposas del sultán y de su madre, se puso a recabar información sobre el tema. De tal manera que nos espantó durante varios días con detalles espeluznantes sobre qué se les cortaba y qué se les dejaba a las distintas clases de eunucos (a algunos solo el pene, y a otros todo), también nos contó sobre las inspecciones a las que eran sometidos con regularidad para comprobar que seguían siendo impotentes; y nos dio estadísticas aterradoras como que de cada tres hombres (en general negros) que se sometían a esa “operación”, solo sobrevivía uno.


Los turcos, he descubierto, que tienen debilidad por los héroes. Además de adorar a Mahoma en plano religioso, lo tienen a Mustafá Kemal en el plano civil y político. Llamado Atatürk, o padre de los turcos, se convirtió en héroe nacional cuando lideró la guerra de independencia de las tropas aliadas luego de la primera guerra mundial. Se instauró en el poder como presidente vitalicio(1923), terminó con los sultanatos y los califatos, creó la República Turca, prohibió el uso del fez (sombrerito típico del Imperio Otomano) bajo pena de muerte y obligó a cambiar la escritura al alfabeto latino (hasta ese momento tenían alfabeto árabe), entre otras cosillas.

Hoy en día se vive un gran ardor por el Sr. Atatürk. Tanto es así que su cara decora todos los espacios públicos de la ciudad. Plazas con sus monumentos a caballo, fotos suyas en las oficinas, su perfil tallado en las colinas, estatuas de él en una gran silla donde los niños van a sacarse fotos, calcomanías con su firma en los autos, y podría seguir. Tuvo la suficiente inteligencia para crear un sistema político que funcionaba y sus reformas laicas también contribuyeron a la modernización y evolución de este país, aunque era un autoritario y los rumores dicen que no todo era color de rosas para Mustafá Kemal. Impacta semejante fanatismo. Hoy en día, las fuerzas armadas son las encargadas de conservar su legado, que de a poco empieza a resquebrajarse bajo el mandato más religioso que muestran las autoridades actuales.

 
Tal vez uno de los más sanos fervores de los turcos sea el fútbol, del que son fanáticos. Fenerbahçe, Besiktas y Galatasaray son los tres cuadros locales y es una cuestión fundamental al encarar cualquier tipo de conversación con los ellos. Pero existe espíritu deportivo todavía. Las hinchadas festejan por la calle ante la visión de sus contrarios sin que se desate una hecatombe. Por nuestro barrio nos toca ser del Fenerbahçe, lo cual es una pena porque tiene los feos colores azul y amarillo. O tal vez sea dorado, un tono que está empezando a gustarme. Pero, ¿qué se le va a hacer? Nosotros tampoco podemos abstraernos de las fijaciones de Estambul.

6 de agosto de 2012

Crónicas turcas: Las viejas fijaciones de Estambul


Mis padres vinieron a Turquía. Como era de esperar, ellos no suelen perderse ni uno de mis destinos, siempre están con el dedo a punto de comprar pasajes y aunque estiro y estiro mi buena suerte, parece que Turquía todavía no es demasiado lejos para ellos… Felizmente. Así que, tras un vuelo con conexión, que sumó unas 21 horas de viaje, llegaron a Estambul y ahí estábamos, esperándolos ansiosos.
Todavía me asombra su capacidad para adaptarse enseguida a cada uno de mis hogares. Una vuelta y ya casi están. Se sienten rápidamente como en casa, y sé que están instalados cuando no encuentro las cosas en la cocina y es porque mi mamá lava y guarda todo.
Mi madre todavía hace el esfuerzo por aprender y recordar nombres extraños y palabras en turco, no en vano es profesora. Así que iba anotando todo con cuidado en una libretita, y se la escuchaba por ahí diciendo “merhaba” y “tesekkurlar” (hola y gracias). Mi papá en cambio, incorporó Turquía como lo que es: un país extraño, así que ni lo intentó con el inglés (no porque no lo supiera), menos con el turco. Le decía a los porteros de mi edificio “Buenas tardes” y “Buenas noches”; y a los mozos “muchas gracias”, como si nada… como si entendieran. Y en algún punto, creo que lo hacían.

La primera cena fue en la calle Bagdat, muy cerca de nuestra casa. Caminamos entre los cientos de personas que salen a pasear cuando se pone el sol y refresca un poco, y cenamos en un restaurant informal. Comieron sus primeros dürüm y sobró mucho, así que recurrimos al servicio de “paket”, que es llevarse a casa lo que sobró.
Al día siguiente era domingo. Acá se estila comer un brunch o un desayuno súper abundante al mediodía. Así que fuimos a Örtaköy a pasear por el mercado de artesanías y a comer algo. No tuvo éxito el intento de Ale de que pidiéramos un desayuno, teníamos hambre de almuerzo. Así que comimos unos sándwiches elegantes, mirando el puente, el Bósforo y la costa asiática.
El cruce del puente de Bogazici, que une la parte asiática de Estambul con la europea y viceversa, ya es un paseo en sí mismo. De día se ve un gran panorama de la ciudad, a lo lejos quedan Santa Sofía y el Palacio de Topkapi, la Torre de Gálata siempre resaltando en lo alto. Y, de vez en cuando, los magníficos cruceros se detienen en la parte europea y hacen que el vecino Palacio de Dolmabahçe parezca una choza. De noche, iluminan el puente con luces que van cambiando de color y de formas, la ciudad empieza a brillar mientras se pone el sol detrás de Santa Sofía, sobre el Mar de Mármara.

La gran aventura estando del lado asiático es tomar uno de los numerosos ferries que conectan con la parte europea. Desde la estación de Kadiköy, a la que llegamos en “dolmus” (una combi amarilla que es como un colectivito, y que cuando se llena de pasajeros sentados, ya no para más), salen los barcos hacia diferentes destinos: Eminönü, Karaköy, las Islas Príncipe, Kabatas, Besiktas, etcétera.
Tras pagar en una máquina dos liras turcas cada uno, obtuvimos un “jeton”,  una especie de cospel antiguo. Molinetes, gente y sala de espera. Llega el ferry, que puede ser de los modernos, con aire acondicionado y un bar muy elegante, o de los un poco ruinosos, con los pisos de madera consumidos por la sal de mar y las paredes mostrando capa sobre capa de pintura blanca. Primero baja la gente y nosotros esperamos dentro de la sala, con las puertas abiertas (porque hace mucho calor) y una cinta que las cruza para que no pasemos.
En cuanto nos habilitan, la masa de personas se abalanza rápida pero ordenadamente hasta la entrada. Los más osados evitan los puentes de metal y saltan los escasos centímetros que nos separan del bote. La gente se esparce por el barco y en las horas pico no quedan asientos libres. Los turistas siempre vamos a la parte superior, subimos por una escalera de madera intentando averiguar si vamos hacia la proa o la popa. Con unos viajes más, ya sabemos distinguirlas sin esfuerzo.
El viaje en ferry dura unos veinte minutos pero es relajante. El lento bamboleo del barco, el viento en la cara, el sonido de los pájaros… todo contribuye a que sea un paseo agradable. Por supuesto que el estrecho del Bósforo es una zona muy transitada, con embarcaciones de todo tamaño, así que tampoco es raro escuchar la grave bocina de un transatlántico cuando nos cruzamos por el frente. Esos inmensos barcos van muy rápido y, sobre todo, son muy difíciles de frenar, así que impresiona.

Cuando vamos llegando al embarcadero de Eminönü, junto al Puente de Gálata, se distinguen claramente las siluetas de las mezquitas, las viejas murallas marítimas de la ciudad, los restaurantes de pescado debajo del puente y la Torre de Gálata en la parte más alta de Estambul.
Desde el embarcadero se puede ir caminando hasta la zona de Sultanahmet, que es el principal atractivo turístico de la ciudad. Eso hicimos el primer día, pero fue un sacrificio porque las callecitas suben y suben desde el nivel del mar hasta la plaza del Hipódromo, y hacía demasiado calor para caminatas con inclinación. Lo bueno de Estambul, y que me recuerda mucho a Buenos Aires, es que según la necesidad, aparecen los vendedores. Así como aquel día de lluvia en que nos quedamos varadas dentro de Santa Sofía con mi prima Inés y aparecieron como por arte de magia los vendedores de paraguas; ante tanto calor, había vendedores de agua, sandías y cosas refrescantes. Y cobran aún más barato de lo que a uno le saldría comprar en el supermercado. Eso sí que es insólito.

Me había aprendido concienzudamente la historia del Hipódromo, ubicada en pleno Sultanahmet, una gran plaza ovalada que sirvió de hipódromo en la época romana y después cayó en el abandono cuando llegaron los otomanos y no supieron qué uso darle. Está decorada con obeliscos, uno traído de Egipto, otro de Grecia y una columna de serpientes, construida por Constantino.
Entre el calor que hacía (rondaba los 40 grados) y la mucha imaginación que hay que poner para figurarse el hipódromo en la época romana (hoy es simplemente una linda plaza), la visita duró poco y corrimos a refugiarnos en los jardines de la Mezquita Azul o de Sultanahmet. Era la hora del rezo y los turistas no podíamos acceder, así que nos sentamos en el patio interno, viendo como entraban hombres y mujeres del islam, luego de lavarse los pies y las manos, descalzarse y cubrirse la cabeza y los hombros con un pañuelo, en el caso de las mujeres.

La precisa observación que hicieron mis padres de la vestimenta de las mujeres estambuleñas, dio por resultado unas tres categorías: aquellas que se visten con normalidad y llevan el pañuelo cubriéndoles el cabello; otras que llevan una especie de pilotos largos hasta las pantorrillas, cubiertas por completo y también llevan el pañuelo; y luego, las más tradicionales, vestidas completamente de negro, con el burka hasta los pies, algunas tienen la cara descubierta, otras solo los ojos y, las más extremas, llevan anteojos negros sobre todo eso. Son un poco inquietantes, a decir verdad. Y se parecen un poco al nombre que les pusieron mis padres: las “tío cosa”.
Todo depende de los barrios y de las familias, evidentemente. Caminando por la zona donde vivimos nosotros, la gente va vestida totalmente occidental. Riesgosamente occidentales, en algunos casos. Pero también puede verse por aquí y por allá, sobre todo en mujeres grandes, algún pañuelo en la cabeza.

La Mezquita Azul es imponente. Principalmente por su tamaño, sus miles de azulejos, sus grandes candelabros colgantes que llegan casi hasta las cabezas de todos. Dicen que su construcción, que se inició en 1609, consumió todos los recursos de la ciudad, algunas obras, incluso se pararon para abastecer de material a la mezquita. A medida que se iba acabando el dinero, los azulejos (todos ellos hechos a mano) empezaron a bajar de calidad, pero como los techos son tan altos, no se veían los detalles. Así que es acertado asumir que los bellos tulipanes que decoran los azulejos a unos pocos metros del suelo, se van convirtiendo en grotescas flores hechas con la indignación de quién no está cobrando bien.
Después de almorzar en la terraza de un restaurante frente a Santa Sofía, fuimos a visitar la Cisterna del Palacio. Ya una vez hablé de ella con, no lo niego, un poco de desprecio. Pero esta vez fue muy agradable bajar unos cuantos metros hasta la frescura de ese ambiente húmedo que es la cisterna. Hasta recibimos con cierta diversión las esporádicas gotas de agua que suelen caerte en la cabeza mientras paseábamos por los pasillos, entre columnas. A nuestros pies, debajo de los puentes de madera que conectan todo, una laguna de agua poco profunda en la que nadan unos cuantos peces koi. Es verdad que pueden sacarse fotos maravillosas ahí debajo, con las columnas iluminadas de colores y esa ambientación tan lúgubre.
Caminamos hasta llegar a las famosas cabezas de Medusa, puestas en la base de dos columnas, una de costado y la otra al revés. Nadie sabe por qué y eso ha creado una especie de leyenda urbana. Estas dos columnas están bien al fondo de la cisterna, con lo cual, me atrevo a pensar que los albañiles estaban realmente podridos cuando les alcanzaron los temibles cráneos para que ubicaran en algún lado específico.

Hay una curiosa costumbre en algunos lugares de Estambul y es que la gente encuentra un agujero en alguna columna y empieza a meter el dedo, tanto lo hace que se vuelve una tradición. Y en, al menos, dos lugares diferentes de la ciudad (la Cisterna y Santa Sofía) hay sendas columnas con un hoyo y la gente mete su dedo pulgar y da una vuelta entera de su mano, o al menos, lo intenta. “Es para volver”, dijo alguien, como si fuera un deseo. Así que también lo hicimos. Un turista tiene derecho a hacer las tonterías que correspondan a la ocasión.

El mihrab es una especie de puerta o arco que se coloca en una de las paredes de las mezquitas e indica a los fieles la orientación de la Kaaba (lugar sagrado en la ciudad de La Meca). Suele ser muy ornamentado y es una de las piezas centrales de la decoración. Sobre todo, teniendo en cuenta que no hay demasiadas cosas en las mezquitas, solo alfombras y grandes candelabros, el mihrab y el mimber, una escalera donde el equivalente a un sacerdote acompaña los rezos del Corán.
Lo interesante de los mihrabs (o como sea su plural) es que todos deben estar orientados hacia La Meca, pero eso requiere una gran precisión topográfica. Dicen que debido a un error en las coordenadas de no sé que cosa, durante muchos años se construyeron mezquitas con el mihrab mirando para cualquier lado. Me pregunto si los musulmanes corrigen su posición al rezar o simplemente obvian el asunto por completo.

Volvimos en “tramway” (el moderno tranvía que, aún con aire acondicionado, no logra suavizar los olores a axila que pueblan esta ciudad en verano) hasta Eminönü y decidimos visitar la Yeni Cami o mezquita nueva. El acceso a las mezquitas es gratuito, y la mayor parte de ellas tienen pañuelos para que los turistas (las turistas, mejor dicho) podamos cubrirnos para visitarlas. La Yeni Cami es muy parecida a la Mezquita Azul, pero su patio interno es más bonito. Lo estaban decorando con plantas y flores.
Frente a ella se encuentra el Bazar Egipcio o de las Especias. De proporciones mucho más cómodas y manejables que el Gran Bazar, se caracteriza por las tiendas de especias y tés, pero también tiene montones de joyerías, souvenirs y todo tipo de mercaderías atractivas para turistas y locales. Mis padres no pudieron resistir la tentación y se volvieron a casa con unas cuantas cosas.
Es imposible no comprar cosas en Estambul, la cantidad de colores y los brillos te llaman como con un megáfono, tampoco es difícil dejarse llevar por la exótica mezcla de olores, entre tés y especias, que solo puede sentirse en estos lugares. Y, como si fuera poco, todo es muy barato… al menos para los estándares europeos y, curiosamente también, para los argentinos.