26 de noviembre de 2012

La acuosidad mágica de Venecia

Vista desde el Campanario

La ciudad de Venecia en realidad está formada por 118 islas que se comunican entre sí mediante 400 puentes. Uno de esos, el Puente de la Libertad, une a Venecia con el continente. Por allí llegamos en auto como a la una de la madrugada. Estacionamos en uno de los inmensos parkings que hay en la Piazzale Roma y emprendimos la larga caminata hacia el hotel. La ciudad, para el que aún no lo sepa, es completamente peatonal o náutica, es decir, uno solo puede moverse a pie, en vaporettos (unos barcos achatados), en taxi acuático (especie de lanchas) o en góndola (tal vez, la opción menos económica de todas, a 80 euros la media hora).

A las dos de la mañana la ciudad dormía mientras nosotros acarreábamos las valijas de mano por calles y puentes. Las rueditas sobre el empedrado hacían un barullo tremendo, por lo que Alejo me obligó a llevar mi valija a cuestas durante una porción del recorrido para no causar molestias acústicas a los vecinos, ya de por sí bastante fastidiados por los turistas. Pero duró poco porque ¿qué sentido tiene tener una valija con rueditas y, más importante, haber logrado empacar solo una maleta de manos para 13 días de vacaciones, si no puedo arrastrarla por las calles con comodidad? Ninguno.

El Gran Canal 
No llego a decir que Venecia me pareciera oscura, pero sí color naranja tenebroso, carácter ampliamente reforzado por los edificios con la pintura desconchada y los misteriosos canales de agua oscura y densa, como aceite. Después de andar una buena media hora (con ocasionales vistazos al mapa) recorriendo calles y cruzando puentes de cinco o seis escalones y barandas de hierro a los costados; a través de un pasadizo que de ninguna manera podría ser llamado calle (se llamaba “sotoportego”) encontramos nuestro hotel: una casa antigua, una llave, una habitación con muebles de otra época y filamentos dorados. El encanto veneciano.

La luz del día no ayudó a quitarle el aspecto tenebroso a Venecia, llovía y la gente se apelotonaba por las callecitas, pegándose a las vidrieras y chocándose los paraguas baratos que se compran en las vacaciones. Las calles estaban llenas de charcos, lo que combinaba perfecto con una ciudad de por sí muy acuosa. Pero aún así empecé a descubrir la majestuosa arquitectura veneciana que cuenta la historia del gran reino de Venecia: una ciudad de comerciantes y navegantes que creció hasta dominar los mares en el medioevo, que fue la meca del comercio (sobre todo con China e India) y una de las ciudades más grandes de Europa hasta principios del 1800.



El atractivo de Venecia nace de la mezcla entre la singularidad de sus cientos de canales y el antiguo esplendor que desprenden los palacios que rodean el Gran Canal y que hay esparcidos por toda la ciudad (hoy alojan universidades, hoteles y escuelas de arte). Son construcciones de varios pisos, con fachadas de piedra blanca y todo tipo de decoraciones: balcones, columnas, hileras interminables de ventanas. Sin ser un estilo recargado, recuerda a las épocas y las familias ricas que vivieron en esta ciudad.

Venecia está hecha (además, literalmente) para caminar y es como más se disfruta, aunque tiene cierta gracia lo de las góndolas, con sus pasajeros que casi sienten la necesidad de ir saludando por estar en tan distinguido medio de transporte. Las góndolas son en general negras, decoradas con motivos dorados y suelen tener los asientos (unos cinco) tapizados de terciopelo rojo o con ricos ornamentos; puede parecer excesivo, pero verán que se ajusta perfectamente al estilo local.

Me llamaron la atención dos cosas totalmente irrelevantes: los gondolieri (señores vestidos con pantalones negros, remeras a rayas y sombreros de paja que conducen las góndolas por los canales de la ciudad, ayudándose con largos palos con los que se impulsan tocando el fondo) no van cantando. Pienso que hay que acercarles una propina, pero solo vi a uno que cantaba y, para ser sincera, creo que los demás se estaban burlando de él. La segunda: los palos pintados a rayas blancas y de colores que emergen del agua y sirven para atar las embarcaciones no están fijos, se mueven con el vaivén del agua, se mecen. No parecen muy seguros ni estables, me produjeron incomodidad. En caso de tsunami, va a haber góndolas en los balcones.


El sitio más turístico de la ciudad es la Plaza San Marcos, un gran espacio pavimentado en medio de los edificios de las Procuradorías (cuyas fachadas llenas de columnas forman una galería continua), tiene en uno de sus extremos la Basílica de San Marcos y el Campanario (al uso italiano, separado del cuerpo de la iglesia), la Torre del Reloj y el Palacio Ducal.

Basílica de San Marcos
La Basílica de San Marcos (construida para albergar el cuerpo de San Marcos) tiene una clara influencia bizantina y me recordó mucho a Santa Sofía, en Estambul. Los techos recubiertos de mosaicos dorados que forman imágenes religiosas y los pisos, con figuras hechas de distintos mármoles, que se han ido gastando formando irregularidades en el suelo. Es mucho más pequeña y está mejor conservada, así que impresiona gratamente, a pesar de la oscuridad que reina dentro.

El Palacio Ducal, a un costado de la iglesia, tiene una fachada que mira a la plaza y otra a la laguna de Venecia. Fue la residencia del dux, sede del gobierno y hasta prisión. Está recubierto de mármol rosa y blanco, y cuenta con hileras interminables de columnas en planta baja (que forman una galería) y en el primer piso, a modo de balcón.

El Campanario no tiene muchos secretos, pero desde allí se tiene una hermosa vista de la ciudad que ayuda a entender su formato tan extraño. También desde allí efectuó algunas de sus mediciones el sufrido Galileo Galilei, antes de determinar el movimiento de la Tierra alrededor del Sol y la terquedad de la Iglesia Católica en un mismo gran hecho histórico. La Torre del Reloj continúa siendo un misterio para mí, aunque Ale insistió en leerme su historia, solo sé que tiene un reloj antiguo y un león alado (símbolo de la ciudad).

Puente de Rialto
Dos puentes deben verse al pasar por Venecia: el Puente de Rialto, el más antiguo de los que cruzan el Gran Canal, que se construyó para dar acceso al mercado; y el Puente de los Suspiros que, a diferencia del anterior, no puede cruzarse desde la calle porque conecta los pisos superiores del Palacio Ducal con la Prisión de la Inquisición. ¿Y quién querría cruzarlo con semejante propósito? Solo aquellos a los que no les quedaba otra opción: los prisioneros (que suspiraban cuando veían por última vez el cielo y el mar) en los que se inspiró Lord Byron para darle ese nombre. Aunque la historia está muy confusa y bastante alejada del carácter romántico que se le suele dar, gracias a una leyenda que promete amor eterno a quienes se besen al pasar debajo suyo en góndola. Me inclino a pensar que la historia nueva la inventó el sindicato de gondolieri.

Puente de los Suspiros

Venecia se enfrenta hoy en día (y desde su fundación en el siglo V) al mismo elemento que le permitió ser tan grande y poderosa en otra época: el agua. Aunque siempre estuvo sometida a inundaciones, ahora, por la marea alta en primavera y otoño la Plaza San Marcos se inunda completamente dos veces por día.  Pero esto también tiene un aspecto artístico, si se quiere, como las palomas extrañamente pintadas de colores que andan por ahí… Cuando comienza a inundarse la plaza, el agua sube y se filtra por los desagües creando grandes charcos que durante la noche reflejan las luces de los edificios cercanos, los faroles, la basílica y hasta la luna. Encantador, si obviamos el inconveniente urbanístico.




Procuradorías

24 de noviembre de 2012

Mi lectora más joven



Luego del éxito promoción
"Mi lectora más antigua",
 para festejar los 90 años de mi abuela,
me llegó esta foto de la pequeña Olivia jugando con el ebook...


¡Mi lectora más joven!
(que hoy cumple un mes)




¡Felicidades a Oli y a sus papis!




15 de noviembre de 2012

Milenios, moda, madonnina, Milán


Milán es la segunda ciudad más grande de Italia, ubicada al norte del país, fue fundada por los celtas en el 600 a.C. (llamada “Midland”) y luego conquistada por los romanos. Aunque es muy conocida, suele quedar fuera de los circuitos turísticos porque no tiene demasiado para ver pero, si están por la zona (o mejor, si los invitan unos amigos a quedarse en su casa, como a nosotros) vale la pena echarle un vistazo. Recorrer sus calles llenas de cables por encima de las cabezas, admirar los edificios señoriales coloridos y disfrutar de la vida más tranquila de los italianos del norte.

Es visitada y conocida como “la ciudad de la moda” y tiene varias calles, entre ellas la Vía Montenapoleone y la Corso Vittorio Emanuele, que son famosas por sus tiendas de lujo, una detrás de la otra: Armani, Dolce & Gabanna, Gucci, Louis Vuitton, Channel, etcétera… Como se imaginarán, no resulta accesible para todos los bolsillos, pero uno puede intentar mezclarse con aquellos que sí se llenan los brazos de bolsas y, tal vez, entrar al Zara de turno.


En el centro de la ciudad se encuentra la plaza principal, rodeada de los edificios más hermosos de Milán: el Duomo (la catedral) y la Galería Vittorio Emanuele II. El Duomo es una increíble obra arquitectónica que se comenzó a construir en el 1386 y luego tardó cientos de años en terminarse, la última puerta se inauguró en 1965. Está hecha completamente de mármol rosa (aunque se ve blanca) y en el exterior está cubierta de detalles. En cada una de sus torres o agujas hay una escultura de algún personaje relevante para la ciudad, entre ellos Napoleón y La Madonnina, en honor a la Virgen. Por dentro es de estilo gótico, oscura y muy alta (la nave central tiene 45 metros) y vale la pena la entrada para observar los inmensos vitreaux de colores detrás del altar que, se dice, son los más grandes del mundo.


La Galería Vittorio Emanuelle II es, según mi opinión, el edificio más elegante de la ciudad. Se construyó en 1877 durante el auge de lo que se llamó “la arquitectura del hierro”. Sus pisos son de mármol, los techos son grandes bóvedas de cristal y hierro, y el espacio central es un octógono con una enorme cúpula acristalada. Se la considera la precursora de los centro comerciales modernos. Constituye el mejor ejemplo del buen gusto italiano, donde hasta el local de Mc Donald’s parece fundirse con estilo. La galería conecta dos monumentos importantes de la ciudad: el Duomo y el Teatro La de la Scala, uno de los teatros de ópera más famosos del mundo y con el que se asocia al compositor Giuseppe Verdi.


Nuestro itinerario por la ciudad consistió en un recorrido del bus turístico y muchas tardes paseando por el centro, tomando un café frente al Duomo o caminando por las peatonales, como la Vía Mercanti, una hermosa calle que va desde la Plaza del Duomo a la entrada al Castillo Sforzesco, otro ícono de la ciudad.

A unos pocos kilómetros de Milán, en la región de Lombardía (donde se sitúa un hermoso libro que leí cuando era chica, “Corazón”), se encuentra el Lago de Como, un sitio ideal para pasar una tarde de playa y pic-nic. Se cree que tal vez haya sido el paisaje de fondo de “La Monalisa”. También fue el escenario de películas como “Ocean’s twelve” y “Casino Royal”; y hoy en día, en las preciosas villas que lo rodean, tienen sus casas famosos como George Clooney y algunos jugadores de fútbol.

Para terminar nuestro viaje por Milán sucumbimos a la segunda (o tercera) pasión local, después de la moda (y quizás, la comida): el fútbol. Los dos grandes equipos de la ciudad son el Milan y el Inter, y nosotros formamos parte de la hinchada del Inter (el único equipo italiano que permaneció siempre en la A) por una noche. Un espectáculo: no solo fútbol, el pack completo. La emoción de mi marido al formar parte de ese mundo por unos días subsanó el hecho de pasar mi aniversario de 4 años de casados en la cancha. ¡Las cosas que una hace por amor! Les adelanto que fui recompensada en el siguiente destino...con comida.




12 de noviembre de 2012

Promoción "Mi lectora más antigua"

Les presento la promoción "Mi lectora más antigua"



Festejando los 90 años de mi querida abuela...


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1 de noviembre de 2012

Una Zúrich más terrenal



Lo primero que vimos de Suiza, luego de pasar brevemente por el Principado de Lietchtenstein (un paraíso fiscal y una estafa de país), fue el lago de Zúrich, llamado Zürichsee, increíblemente turquesa, rodeado de montañas, desde cuyos picos caen pequeñas cascadas de agua de deshielo.

Zúrich es una de las ciudades más caras que visité. Por la módica suma de 90 euros por noche, nos quedamos en un horripilante hotel, lejos del centro y cerca de la zona roja (que nos sorprendió con una prosperidad que no hubiéramos imaginado en esta ciudad).

El centro histórico es muy chico y se recorre con facilidad. Aunque los zuriqueses tratan de sacar el mayor provecho a los atractivos de la ciudad, de los cuales el mayor es el lago, resulta una ciudad no del todo satisfactoria para hacer turismo: hay pocas cosas que ver.

Por suerte, nosotros contábamos con un guía personal, un amigo de Ale que vive allá hace unos años y que nos contó sobre la vida allí, las delicias de los locales y todo lo que teníamos que visitar.

Empezamos por lo que nos quedaba cerca, la llamada “playa de Zúrich” en el río Limmat. Antes de contarles esto, debería hacer una breve introducción: en Suiza la gente vive bien, muy bien, con modernidad, civismo y prolijidad. Tanto es así que, cuando hubo un referendum para averiguar si la población quería seis semanas de vacaciones (en vez de cuatro) salió que no. En este ambiente de ciudad perfecta, se pone de moda, para variar, lo imperfecto. Así que allá fuimos a la “playa”. El barrio raro, un poco abandonado (o daba la impresión), con grafitis en las paredes y los pastos altos como aquellos de Jurasic Park. En medio de todo esto, unos bolichitos colorinches despintados, unas gradas hechas de alambre y algunas mesitas de plástico. Había escaleritas que bajaban al río verde, caudaloso, con algas y una lata de cerveza flotando. Listo. Ahí tienen: una playa. Si lo hubiera inventado un argentino, le encontraría más sentido.

Nos dirigimos al centro de la ciudad, pasando por el parque de Platz-promenade y por la estación Hauptbahnhof. En la parte histórica, se pueden ver las dos catedrales Grössmünster y Fraumünster, la iglesia de St. Peter kirche, la Municipalidad y la Ópera.


Con la religión tienen una historia curiosa porque, entre la población suiza hay partes casi iguales (y a la vez, muy bajas, aproximadamente del 30%) de católicos y protestantes, y un alto porcentaje (25%) de zuriqueses se consideran non-denominational, lo que doy en traducir como “sin religión”. Así que la vida religiosa forma parte del ámbito más bien privado de los habitantes y las iglesias quedan, como siempre, como ícono turístico.

Tomamos un ferry para hacer un hermoso recorrido por el lago. El lago de Zúrich, con los Alpes nevados detrás completando el asombroso paisaje, es la zona residencial preferida por los locales. Una tras otra se suceden imponentes casas con jardines y su propio embarcadero. Los zuriqueses disfrutan del sol y del verano. Hay muchas actividades al aire libre en las que suele participar una gran parte de la población. Cuando estuvimos, vimos una inmensa maratón en patines que recorría la ciudad a medianoche. Y nuestro amigo nos contó de otras, como la bajada por el río (aquel verde) en patito de hule gigante o el cruce del lago a nado (en el que participan miles de personas de todas las edades).


Una de las plazas más famosas de la ciudad es la de Paradeplatz, donde se encuentra la reconocida chocolatería Sprüngli . Por supuesto que entramos a elegirnos algo. Todo se veía tan delicioso y era tan grande y suculento que parecía hecho para fascinar más que para comer. Nos elegimos una barra de chocolate con cranberries que pesaba una tonelada y nos la fuimos comiendo por la elegante calle de Bahnhofstrasse mientras se nos empezaba a derretir entre los dedos.


La calle Bahnhofstrasse es famosa por ser la de grandes marcas, una de esas calles como las que hay en todas las capitales del mundo, que huelen a perfume y a dinero. Curiosamente, desemboca en la estación de tren Hauptbahnhof, que es muy bonita también, con una mezcla entre estación de tren antigua y elementos modernos. Lejos de nuestra asociación cerebral “estación de tren-zona fea de la ciudad”.

Las calles de Zúrich son muy pintorescas. Tienen edificios elegantes de colores pastel, calles de adoquines rústicos, pequeñas tiendas como sacadas de las películas. Pero no hay demasiada gente ni demasiado movimiento. La vida en Zúrich está, durante las estaciones cálidas, en las cercanías del lago. En la costanera se reúnen jóvenes y oficinistas que comen su almuerzo sentados en bancos de madera, mirando al agua. Lo que les sobra, se lo tiran a los cisnes que se acercan nadando con parsimonia hasta la gente con comida o con envoltorios ruidosos.

Todo es calmo, prolijo, ordenado. Demasiado estructurada es la ciudad y la gente como para considerarlo un lugar cálido o divertido. Fuera de la zona adyacente al lago y del centro histórico (que son barrios hermosos), tampoco es tan linda ciudad. Me pasó que aquello que esperaba de Suiza, lo encontré, en cambio, en Austria. Me esperaba a Suiza toda prolija y toda limpia, toda funcional, toda linda. Y debo decir que, aunque cumpla todos los demás adjetivos, Zúrich no es toda linda.

Hay ventajas, por supuesto, de vivir en Zúrich… Los sueldos son acordes a los precios, todo funciona a la perfección (como un reloj suizo), es un lugar muy tranquilo y a la vez uno de los mayores centros financieros del mundo, hay gente de todas las nacionalidades y la ciudad siempre está organizando actividades culturales o deportivas en las que participar.

Por resaltar otro aspecto interesante, los perros no ladran (de hecho, quien quiere tener un perro, debe hacer un curso de entrenamiento para obtener una licencia especial). Vendría bien hacer eso con la gente que quiere tener hijos también. Tan civilizados son los perros que hasta tienen permitido el acceso a la mayoría de los sitios. Perros suizos, ¿qué se le va a hacer?


Por el lado de visita gastronómica, nadie puede irse de Suiza sin probar la famosa fondeu. La televisión continuamente nos recomendaba el restaurant “Swiss Chuchi”, cuyo nombre nos parecía sumamente gracioso y además era el único que lográbamos recordar, así que allá fuimos. Después de dos deliciosas cacerolas llenas de queso en la que mojamos unos cuadrados como de pan de campo, estuvimos listos para despedirnos. Pero aún faltaba el grand finale: nuestro amigo nos llevó de copas al bar del Observatorio, donde tomamos el trago de moda de este verano, llamado “Hugo”, mientras mirábamos la increíble vista desde lo alto de la ciudad.