23 de enero de 2013

Nueva versión de "Crónicas Mexicanas"


¡Buen día, queridos lectores!

La tecnología todavía no ha logrado superarme... pero me cuesta horas de dedicación, mirando tutoriales y leyendo blogs ajenos.



Hoy les traigo la nueva incorporación al blog: 
"Crónicas Mexicanas" en PDF


¿Alguna vez soñaste con viajar por un país desconocido? 
Acompañame en esta aventura desde mi ciudad natal, Mercedes, hasta México... Y descubrí cómo es vivir en el país del chile durante dos largos años.  
Lee y viaja por los lugares más insólitos, desde la comodidad de tu casa. ¡No te vas a arrepentir!




Para todos aquellos que deseen leer en su computadora u ordenador, o en cualquier dispositivo móvil sin el programa Kindle.

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¡A solo 1,59 euros!













Gracias por el apoyo y el cariño de siempre. Si lo desean, pueden compartir este enlace.
¡Un gran abrazo!

11 de enero de 2013

Crónica de un viaje atrasado


El 20 de diciembre nevaba en Estambul por primera vez desde que llegamos a Turquía. Yo estaba feliz, un poco por la nieve y otro poco por el pasaje a la Argentina para estas fiestas. Mientras miraba por la ventana cómo flotaban en el aire diminutos copitos de nieve, iba haciendo una lista mental de la ropa de verano que tenía que meter en la valija. Me pesaba abandonar Estambul cuando se estaba poniendo tan linda, tan navideña. Salí de mi casa para ver la nieve de cerca y caminé (un poco a las patinadas) en busca de un café donde guarecerme para ver nevar con el resto de los turcos. Fue una suerte que Ale se me uniera a las pocas horas porque hubiera sido bastante difícil trepar la cuesta hasta mi edificio con hielo en las veredas.

...

Unos días después salimos con las valijas y semi abrigados en busca de un taxi a las 5 de la mañana para ir al aeropuerto. El taxista que nos recogió hablaba un poco de inglés (no sé si decirles que fue una grata sorpresa o no, porque ya me acostumbré a no tener que charlar con los taxistas). Se autodefinió como “the best taxi driver in Istanbul” (el mejor taxista de Estambul) y subió el volumen de la música turca que sonaba en la radio para bailar un poco en el asiento. No sabíamos si preocuparnos o bailar, era muy temprano. Cuando se enteró de que éramos argentinos, dijo “very inflación” y nos dejó mudos. Al despedirnos en el aeropuerto, le dio un abrazo a Ale y nos deseó Mutlu Yillar (feliz año). Un personaje hermoso.

Debo admitir que, a pesar del taxista más amistoso del mundo, llegué al aeropuerto con mala predisposición de espíritu: nos esperaban 17 horas de vuelo y una escala en Madrid. En esta era de las telecomunicaciones uno se siente muy cerca aún estando lejos, hablo con mi familia y amigas casi todos días por cualquier pavada. Pero las distancias que parecen inexistentes cuando hablamos por Skype, se notan al tener que emprender el viaje. Uno se siente geográficamente lejos. Si tuviera un mapamundi enfrente mío (inteligentemente no tengo), no dejaría de preguntarme “¿qué hago acá?”. Cavilaciones aparte, cuando hay que volver a casa para pasar las fiestas en familia, uno se sube al avión, al colectivo y al carro de las verduras si hace falta. Allá fuimos.

 ...

Doce hermosos días después, que ocupamos con las acostumbradas reuniones de Navidad y Año Nuevo, mimos familiares a toda hora, vitel toné, tradiciones viejas (como comprar los regalos el 24 a la mañana) y algunas nuevas (correr alrededor de la manzana para recibir el año), risas interminables con mis amigas, kilos de carne y de pan dulce, mates amargos en la puerta de casa mientras saludábamos a los vecinos, cosas ricas al disco, globos de papel que se prendieron fuego y otros que volaron, choripanes, y hasta con un casamiento amigo; regresábamos al aeropuerto para tomar el vuelo de vuelta a casita estambuleña.

Con una variante, estas vacaciones no solo fui a la Argentina sino que además entré al país dos veces: la primera de manera tradicional, con la familia avistándome desde el primer piso, los abrazos de Mami que bloquean el paso a todo el mundo y el golpe de 35 grados de calor al abrirse las puertas; la segunda, menos ortodoxa y apelando a toda la paciencia del universo para no correr por el aeropuerto arrancándome los pelos. Pero para llegar a eso debo remontarme antes al comienzo del viaje, al momento de las despedidas.

Hay una parte de la terminal nueva de Ezeiza que mi Papá convenientemente bautizó como “el llantódromo” y es donde el viajero se despide de sus seres queridos. Siempre era un poco embarazoso porque uno pasaba llorisqueando y sorbiendo un poco por la nariz a entregarle el boarding pass al policía. Esta vez había una cola, así que uno empezaba saludándose con efusividad pero, para el momento en que llegábamos al policía, ya estábamos medio podridos de saludarnos. Con lo cual el “llantódromo” perdió todo su encanto.

Otra cola para aduana, otra cola para migraciones. Parecía que todo hijo de vecino que se precie de vivir en el extranjero había venido a pasar las fiestas en familia.

Un rato después, mientras esperábamos que nuestro vuelo empezara a embarcar, nos anunciaron que estaba atrasado debido a las condiciones meteorológicas (léase, la tormenta que veíamos por la ventana del aeropuerto). El asunto hubiera quedado zanjado si Ale no hubiese visto por la misma ventana cómo las pistas se quedaban sin luz y los ocasionales relámpagos iluminaban al personal que poco tenía que hacer en aquella oscuridad. Ya quitada de mi estado de semi tristeza inconsciente y alertada sobre el destino del vuelo y las condiciones de nuestro aeropuerto (cuyo techo se llovía y rebalsaba baldes esparcidos por aquí y por allá), quedamos a merced de la voluntad de las líneas aéreas, que es bastante escasa.

El vuelo nunca salió, aunque sí lo hicieron otros, cosa que dejó estupefacta a la muchedumbre que esperaba con nosotros y señalaba con los dedos los aviones que despegaban. Tuvimos que ir a recoger nuestras valijas, hacer migraciones de nuevo (junto a las 350 personas del vuelo) y luego ponernos en otra cola para que nos asignaran un hotel donde pasar la noche. Yo leía sentada en el piso (cuando ya no queda nada que hacer solo me limito a leer y a anotar cosas en mi libretita) mientras Alejo se peleaba con Héctor, el supervisor de Iberia.

Más cola al esperar los colectivos, que venían con la muy adecuada publicidad de “Macana Turismo”, y hostilidad de parte de algunos pasajeros que iban perdiendo la paciencia. Además, comenzó una batalla por el equipaje ya que si no entraban sus valijas, uno no podía subir al colectivo. Así que la gente cargaba con sus valijas como fuera, se sentaba en algún asiento y procedía a apilar el equipaje de mayor a menor encima suyo, creando una inestable pila en la que apenas se podía divisar la cabeza del pasajero. Todo sea por avanzar.

Cola cuando llegamos al hotel. Cola, cola, cola. Finalmente, y luego de engullir dos empanadas y un plato de sorrentinos, cortesía de Iberia, nos metimos en la cama a las 2 de la mañana. El caos se había trasladado a los ascensores a la mañana siguiente, era como tener una sombra de 349 personas alrededor de uno, todas para el mismo lado, haciendo las mismas cosas. A las 10 nos pasó a buscar un nuevo colectivito (con más seguridad, el mismo) y vuelta al aeropuerto a la cola del check in.

Yo me había convertido en un faro de buena onda entre tanto fastidio, mi hermano estaría orgulloso de mí. Hacía chistes con otros que tampoco dejaban que el ánimo decaiga y tomaba notas para mis crónicas. Si mi espíritu sirvió para mejorarle la experiencia a alguien, ya me doy por satisfecha. Para bastión de la furia iracunda y el reclamo aeroportuario ya lo teníamos a Ale.

Mi marido decidió volver a enfrentarse con Héctor, esta vez pidiendo la hoja de reclamaciones y, mientras él intentaba prender fuego el mostrador de Iberia, yo me fui a tramitar la tarjeta de puntos Iberia plus, porque la perdí hace mucho y ese me pareció tan buen momento como cualquiera.

Cuando vi que Ale desaparecía tras las cintas que se llevan las valijas, me acerqué a su enemigo mortal.

-¿Héctor?- pregunté como si fuéramos amigos de la infancia y él me respondió con un “¿sí?”- ¿Mi marido está ahí adentro?
-Sí, sí, está rellenando un papelito- me confirmó.

Si mi esposo supiera que a su tan legítima hoja de reclamaciones (de la que tiene copia) Héctor le llamaba “un papelito”, se arma.

Pero aunque uno se queje, esto no se detiene nunca. Ezeiza, sé que voy a volver. Héctor, espero que no vuelvas a cruzarte a Ale que acaba de leer tus declaraciones en esta crónica. Iberia, tené miedo porque un día (gracias a mi Iberia plus) voy a tener tantos puntos que los voy a canjear por un avión privado y de cena voy a servir choripanes.

Volvimos a salir oficialmente de la Argentina. Mientras esperábamos por segunda vez el mismo avión, en los parlantes del aeropuerto sonaba la canción “El Oso”. Pero un día, vino el hombre con sus jaulas, me encerró y me llevó a la ciudad. “Conformate” me decía un tigre viejo… Me pregunté si podría suicidarme con la tarjeta de embarque. Pero mi buena onda se terminó definitivamente cuando llegamos a Madrid y un estúpido me hizo sacar las sandalias de corcho para pasar por el detector de metales. ¿Mis sandalias son un peligro para la seguridad nacional? ¿Me estás tomando el pelo? Eso sí que me enfureció.

7 de enero de 2013

Crónicas turcas: Festejos de una Navidad ajena


Los turcos insisten en contarme que acá no se festeja la Navidad, se aferran a ello como si fuera una porción de su identidad nacional, y en parte lo es ya que en el Islam la Navidad no existe. Aún así, y para pesar de muchos, la Navidad llegó a Estambul como a cualquier otra ciudad, con la fuerza de la globalización y el consumo, pero también con la alegría de decorar todo y la ilusión de los niños por los regalos y Papá Noel.

Viene provista de armas a las que es difícil resistirse: miles de luces navideñas que iluminan las calles y las ventanas de los departamentos, guirnaldas que cruzan las avenidas formando enormes cristales de hielo, árboles navideños de todos los colores y tamaños, sonidos de villancicos que salen de las tiendas internacionales y llegan hasta la vereda de la calle Bagdat, liquidaciones, carteles dorados que nos desean felicidades y muchos Papás Noeles de fisionomía extraña pero, de igual manera, inconfundibles.

Así que, bienvenida la Navidad, o como quieran llamarle a este período de alegría, regalos, luces de colores y decoraciones rojas y verdes.


Imbuida en el espíritu navideño y en que está haciendo mucho frío (una variante de lo más satisfactoria para pasar las fiestas junto a la chimenea y tomando chocolate caliente) salí a pasear por la ciudad. Bueno, tal vez por la ciudad no, pero por mis barrios en el lado asiático de Estambul.

La calle por la que voy hasta la Avenida Bagdat baja abruptamente o sube, depende en qué sentido vaya. En este caso, parece impulsarme a salir, porque el recorrido inicial es todo en bajada. Después me dificulta la vuelta a casa sabiendo que, por más ardua que sea la vuelta, nadie deja de regresar tarde o temprano. Así que las empinadas tres cuadras solo aseguran que, sin importar la temperatura que haga, uno llegue transpirado al hogar. Inevitablemente.

Una de las primeras cosas que me llamó la atención de Turquía fueron las farmacias, en vez de identificarse con una cruz verde iluminada, lo hacen con una gran E por “eczane” (farmacia en turco). Así que mientras durante los primeros días pensaba que había estacionamientos por doquier eran, en realidad, farmacias. De hecho, la cruz como símbolo sanitario se instauró en el marco del catolicismo con lo cual, cuando las organizaciones internacionales como la Cruz Roja se instalaron en países islámicos se las identificó con una medialuna. La Cruz Roja se transformó en la Medialuna Roja y las ambulancias no llevan cruces sino medialunas. Es curioso, sobre todo porque uno no lo asocia enseguida, entonces llama la atención. Una vez acostumbrados, cuesta revertir el efecto.

La calle Bagdat tiene todo a lo largo edificios de departamentos. Algunos son muy lindos y otros no tanto, pero ninguno supera los cinco o seis pisos. Recién ahora están empezando a aparecer altísimas torres por la ciudad, proveyendo a la vez de departamentos de primer nivel y de vista al mar aunque queden lejos de la costa. La planta baja de los edificios suelen ocuparla negocios: restaurantes, miles de peluquerías, tiendas de pastelería turca. Las veredas son muy anchas y tienen canteros y árboles, a veces hasta bancos para sentarse; los empleados de los locales suelen sacar una mesita a la puerta y tomar el çay ahí afuera. Sea invierno o verano.

Ese es otro aspecto de los turcos que sorprende: aman la vida en la calle, las terrazas (como llaman a la parte exterior de los restaurantes) siempre están llenas, a cualquier hora y con cualquier temperatura. Las modifican, por supuesto; en invierno aparecen mantitas de polar en cada asiento y grandes calefactores en los techos que mantienen el ambiente agradable. Aunque el frío se cuela igual, sobre todo en estos días de aguanieve, la gente abrigada como está se sienta a tomar algo o cenar. Además, a la inmensa cantidad de fumadores que hay en Turquía, no les queda otra que sentarse en el exterior, donde todavía se puede fumar.

Camino hasta pasar el estadio del Fenerbahçe y me desvío para internarme en el barrio de Kadiköy que, como siempre, es un hervidero de gente. Las veredas aquí son mucho más angostas, las fachadas de los negocios abarrotados de productos se suceden una tras otra y las personas caminan por todos lados a la vez, por la vereda y abajo, cruzan la calle por entre los autos, frenan a los dolmus en plena avenida. La zona de Kadiköy, además de ser un lugar donde se congregan muchas oficinas, es donde está el embarcadero de los ferries que cruzan a Europa y es el lugar a donde ir a comprar de todo y barato, muy barato.

Allí también se notaba el espíritu navideño, la gente iba de aquí para allá haciendo compras y en la pequeña rotonda que es el centro neurálgico, instalaban un árbol de Navidad de varios metros de alto.

Se hace de noche muy temprano en Estambul en invierno, alrededor de las 16:30, pero la ciudad es muy segura y la población hace vida diurna y nocturna con normalidad. No parece afectarla el frío, la lluvia e incluso la nieve. Mientras se ponía el sol, crucé uno de los canales que se abren paso hasta el Bósforo, lleno de barquitos atracados y de patos que flotaban ajenos al bullicio de la ciudad.

Al acercarme a la cancha del Fenerbahçe me di cuenta de que esa noche habría partido: se empezaba a congregar gente en los alrededores del estadio, cantaban canciones o se sacaban fotos con el monumento al jugador que hay en una plazoleta. La gente sentada en los cafés mostraba en pequeños detalles el hincha que llevaba adentro: se asomaban cuellos amarillos y azules del Fenerbahçe por debajo de los pulóveres, aparecían bufandas y gorros con el escudo del Galatasaray. Se respiraba el ambiente futbolístico y ansioso. Las hinchadas empezaban a cruzarse y a cantar con más efusión, pero no había razón para inquietarse, el fútbol turco suele ser un espectáculo familiar y los festejos son apasionados pero medidos. Los vendedores de kebab terminaban de cocinar los enormes cilindros de carne de cordero y doraban los panes, algunos asaban pescados en una parrilla improvisada… Todos a la espera de la previa del partido y de las hinchadas hambrientas y con ganas de festejar.


Dejé atrás el escenario futbolístico cargado de entusiasmo y retomé la calle Bagdat por el lugar donde se termina. Tuve que detenerme a mirar las vidrieras de las florerías, algo que todavía me llama la atención por la inmensa cantidad de flores que exponen; en esta época es todo orquídeas. Aprovecho para contar una muestra de la seguridad de estos barrios: los puestos de flores de la calle, durante la noche solo tapan su mercadería con grandes toldos plásticos y se van a su casa hasta el día siguiente.



Pero si uno pasea despistado y sin prestar atención al idioma en que están escritos los carteles, se puede pensar que está en cualquier lado. Aunque la ciudad esté repleta de todos esos pequeños detalles que la hacen diferente de otras. Lo volverá a la realidad la silueta de alguna mezquita junto al resplandor de un Mc Donald’s, o el canto del imam que tapa por un minuto los villancicos y, uniendo ya todos estos elementos que parecerían irreconciliables a primera vista, no quedará dudas de que uno está en Estambul.