15 de agosto de 2017

See you in another life



Me estresa muchísimo perder un vuelo. Ya sé: no pasa nada. Será que uno siempre está esperando los vuelos con tanta ansiedad... Y siempre lo están esperando a uno con tanta ilusión, que perder un vuelo parece mucho más que perder el avión. 
Después está lo de perder la plata. Tener que sacar otro. Qué se hace en esos casos?

Hay "perdedores de vuelos crónicos" (no los vuelos, los perdedores), como en las películas americanas: gente que llega tarde, demasiado tarde, y los vuelos despegan sin ellos. Gente que las personas como yo solemos odiar por no llegar a tiempo y por atrasarnos el vuelo. Gente que maneja mal los tiempos. Mala gente? No...gente como nosotros.

En algún punto entre una caotica ida al aeropuerto de Estambul (como sólo puede serlo en una ciudad en la cual dependés de los puentes para llegar a destino), las Navidades pasadas corriendo por el Charles de Gaulle (y el "milagro de Navidad" que fue que nos dejaran volar) y esta mañana viendo como mi marido miraba sin parar el reloj, decidí no saber a qué hora salen mis vuelos. No puedo manejar el estrés. Es como los penales en el Mundial, tengo mini ataques cardiacos. Los horarios aeroportuarios los maneja Alejo porque y yo me encargo del microcosmos de los preparativos. Siempre vamos justos, siempre corremos, siempre estoy al borde de un ataque de nervios y siempre llegamos y tomamos el avión como si nada.
Hasta hoy.

Esta mañana todo anduvo bien, solo que un poquito más lento que de costumbre. Mi marido se estará preguntando ahora mismo si no habría hecho la diferencia que hubiera ido sido más veloz en la ruta Périphérique (que sorprendentemente lucía en sus carteles la leyenda "périphérique fluide", un sueño hecho realidad para los conductores parisinos).

O si hubiera instigado al conductor del párking donde dejamos el auto a que fuera más rápido. Si hubiera salteado al señor que sacaba una por una las cosas prohibidas de su valija en el control policial, si hubiera corrido más fuerte hasta la Gate. La respuesta más rápida es que sí. Porque la puerta de embarque se cerró justo cuando llegábamos. Es más, un señor ya enojado de por sí, nos afirmó que la puerta estaba cerrada y recién después se fue. Como para causar impacto. 

El colectivo partió hacia el avión con todos los afortunados pasajeros y el avión también partió. Y nosotros nos quedamos en tierra. Mi peor pesadilla aeroportuaria de todos los tiempos. 

Pero está bueno que te pasen cosas así porque entonces tenés la posibilidad de reaccionar, de sobrevivir a un evento más, de ir más allá.

Aún si en el camino tenés que pasar por el control de seguridad y migraciones de nuevo. Porque despues de que perdés un avión la vida continúa y tenés que buscar la puerta de salida (una que realmente no existe porque no hay pasajeros que ingresen y salgan por el mismo lado). Tenés que ir a los mostradores y pelear y perder y pensar y recalcular todo. 

En el fondo es una lección de vida, no? Algo se fue. Dejar ir. Perdonar. Hacer otro plan. Seguir adelante.

Sueno dramatica, pero me lo puedo permitir porque ahora lo peor ya pasó. Ya tenemos otros pasajes y de toda la aventura solo quedó una larga espera en el aeropuerto, una herida en nuestra cuenta bancaria y una lección importante para mi marido que siempre consideró que llegar pronto a los aeropuertos era perder el tiempo. El tiempo se pierde igual...solo que en otro lado. Y a veces el tiempo perdido es como una ola que se lleva consigo la ilusión por el viaje...pero no podemos permitir que eso suceda. Acá estamos.

Y no importa si por unos breves minutos nos desalojaron de la planta donde estábamos y cerraron el aeropuerto porque los militares iban a detonar un paquete sospechoso. Por suerte huimos despavoridos (mi entrenamiento cinematográfico con "No escape" y "World War Z" tienen que haber servido de algo) y escuchamos la detonación desde lejos. Loco, no? Pues parece que sucede bastante seguido.
No importa nada. 

Aviones, vuelos, aerolíneas...no les tenemos miedo. Un día descansaré desde mi cómodo sillón en un geriátrico y les diré a todos que no piso nunca más un aeropuerto. Y cuando llegue ese día, ruegen estar cerca mío porque no me moveré más. Me sentaré a recordar y si ya no me acuerdo, a releer mis propias aventuras como si hubieran sucedido en una vida paralela. 
Un día.

20 de junio de 2017

Camping en el Bosque Negro


Hay un negocio que te hace creer que cualquiera puede irse de camping. Se llama Decathlon y, curiosamente, es francés. Ahí empezó nuestro viaje porque de campistas solo teníamos la carpa que habíamos usado una vez en la vida para su propósito inicial y después nos habíamos dedicado a pasearla por el mundo con la vaga ilusión de mi marido de ir de camping algún día. Hasta ahora había dejado en paz su ilusión porque no me costaba nada; porque para él, el mero hecho de tener la carpa ya le daba una confianza ancestral en sus dotes de hombre en la naturaleza y, sobre todo, porque mientras tanto seguíamos vacacionando en lugares con camas, puertas y muebles.

Pero después llegó Matías. Y detrás del dicho "una por sus hijos hace cualquier cosa" hay otra verdad que es aún más importante y va unida: "y lo disfruta a través de sus ojos". ¿Quién no disfruta de ver a su hijo feliz aunque para llegar hasta ese momento haya tenido que luchar contra viento y marea (posiblemente sin bañarse y alimentándose a base de sopas instantáneas)?

Así que, con Matías modificando los estándares de las vacaciones, el camping volvió a ser una posibilidad real. "Siempre fue una posibilidad real!" protestará Alejo y yo le contestaré que "sí, mi cielo". Pero todos sabemos la verdad.

Quizás recuerden de crónicas pasadas (Se trata de no extrañar la Bristol) que la carpa la compramos 15 minutos antes de irnos de camping la vez anterior. Porque a nosotros el campismo nos sobreviene como un tsunami empujado por la imposibilidad de encontrar hotel un día antes de un fin de semana largo. No es algo que planeemos con tiempo.

Esta vez, con la carpa ya comprada y trasladada de España a Turquía y ahora a Francia esperando pacientemente que llegara su día bajo el sol, solo nos quedaba por comprar todo lo demás. Por suerte existe Decathlon, que se lo hace a uno tan fácil que uno hasta sale entusiasmado. Y no, no tengo acciones ni me pagan un porcentaje de sus ganancias (aunque les dejo caer la idea, ejecutivos de Decathlon que puedan estar leyendo esto).

Y en este estado de cosas les escribo estas palabras. Desde algún lugar entre Francia y Alemania, con un Alejo cantando Calamaro y señalándome cosas de la ruta, y un Matías felizmente dormido.

Porque para mí como mamá-escritora también ha sido "adaptarse o morir" pero menos dramático. Más del estilo "escribir en el teléfono en los ratos libres o chusmear las redes sociales". Iban ganando las redes sociales, debo admitir, pero hoy era un día patrio en Argentina, y de tanto leer sobre los héroes de la Revolución de Mayo, me dieron ganas de contribuir aunque sea un poco con la humanidad. Algunos luchan por la independencia y otros salvan vidas. Yo lucho por salvar a mis lectores del aburrimiento.

***

La ruta planeada por mi marido fue la, incorrectamente llamada, Selva Negra (que solo se llama “selva” en castellano, en todos los demás idiomas es “bosque”, lo cual se ajusta mucho mejor a su realidad forestal). Su aislamiento geográfico la hizo famosa en el siglo XVII por la ingeniería de precisión y la fabricación de relojes cu-cú. De hecho, allí se creó la primera escuela de Fabricación de Relojes en 1850.

El camino por la Selva Negra comienza en el nacimiento del río Rin y termina en Araichgau. Pero nosotros hicimos lo que quisimos y fuimos primero a la elegantísima ciudad de Baden Baden, lugar de retiro de la burguesía en el siglo XIX. El paseo Lichtentaler Allee, que es un hermoso jardín junto al canal del río Oos, y las aguas termales (frecuentadas por el emperador romano Caracalla) son quizás, lo más famoso de la ciudad. El hotel spa con las aguas termales quedará para la próxima porque no nos animamos a soltar ahí a nuestro niño que enloquece con el agua como los Gremlins.


(Inciso aparte: como se me da por nombrar estos elementos de la antigüedad, como los Gremlins, suelo meterme en internet para verificar, aunque sea si lo estoy escribiendo bien. Primero había puesto “Critters” y entonces di con una página muy friki que debatía largamente sobre la diferencia entre los Gremlins y los Critters, y recapacité y me di cuenta de que, en realidad, yo me quería referir a los Gremlins. Estas cosas son las que hacen enorme a la era del internet.)

El canal, por cuyos alrededores paseamos casi toda la mañana porque es el lugar más hermoso de la ciudad, es ancho pero tiene muy poquita agua, y va bajando en escalones. A un lado están las antiguas casas residenciales devenidas en exclusivos hoteles, cuyos huéspedes se paseaban en batas blancas por el parque. (Nada que envidiarles porque, aunque teníamos la carpita más pequeña de todo Alemania que levantaba unos 38 grados cuando le daba el sol a las 6 de la mañana, nuestro camping alemán, junto al lago, era fantástico). Al otro lado del canal, está el jardín inglés con más de 300 tipos de árboles. Uniendo estos dos mundos por encima, se suceden decenas de puentecitos, uno más pintoresco que el siguiente. Es un lugar de ensueño, con el bosque negro subiendo por las colinas a lo lejos.

Nuestro recorrido nos llevó luego a Freudenstadt (una ciudad visitada internacionalmente por su aire puro), a Triberg (donde vimos las cataratas más altas de Alemania) y a Freiburg (con su famosa catedral), ciudades bonitas pero olvidables. La ciudad que sí quedó grabada en mi mente y me sorprendió con su belleza fue Colmar, en Francia, y el último punto de nuestro viaje antes de volver a casa.

En realidad, después se convirtió en el anteúltimo porque un grupo de señoras que no paraban de reírse y tomaron con nosotros un paseo en bote en Colmar, nos recomendaron pasar por Eguisheim. Es el pueblo donde nació en 1002 el Papa León IX que, desde mi humilde punto de vista, no pudo hacer mejor contribución a la humanidad que haber nacido en allí, así se nos ocurría ir a verlo.

Colmar es quizás la ciudad más linda que conocí en Francia. Es una ciudad del siglo IX, que está en medio de los viñedos de la zona de L’Alsace y su centro histórico todavía tiene en pié construcciones que datan de la Edad Media. Es adorable, es fácil y peatonal, es muy pintoresca y dan ganas de sentarse en todas las esquinas. El estilo de sus edificios es gótico alemán y del renacimiento, algo que ya habíamos visto en lugares como Rouen y Honfleur, pero aquí parece haberse concentrado todo y lo más bonito de la expresión arquitectónica. Las fachadas, que los dueños deben mantener impecables y pintar de colores que no se repitan con sus vecinos, son una atracción en sí misma. El canal, las iglesias, el mercado… todo es precioso e invita a pasear y pasear sin rumbo. Pero lo más destacable (y lo menciono porque es mérito de la ciudad moderna) es la iluminación de noche: cada edificio, cada fachada, tiene un set de luces apostado en algún lado para embellecerlo e iluminarlo. La ciudad se llena de colores de día y de noche. Es, tal vez, lo que la hace más memorable y lo que más me sorprendió.



En medio de un sitio tan estupendo, el hecho de que los restaurantes sirvan especialidades locales alsacianas como codillo de cerdo o chucrut con variedad de carnes, es un bonus. Al flammkuchen no le guardo ningún rencor, pero es el primo flaco y desabrido de la pizza y no sé por qué alguien inventaría eso, un híbrido entre una tarta y una pizza que no satisface ni a los dietéticos ni a los gordos de corazón. Pero el codillo y el chucrut, van perfectamente con el espíritu de la ciudad: satisfacción turística total. Lleno de atractivo.

Fíjense si me gustó la ciudad que ni estoy mencionando nuestro alojamiento. Que distaba mucho de la belleza de Colmar y era un camping francés cuyos pastos estaban tan altos que Matías parecía un velociraptor de esos que corren en Jurassik Park. Pero sin correr, se quedaba estático llorando donde lo pusiéramos. La carpita flotaba como en una nube de pasto y, aunque elevé una plegaria de agradecimiento porque no hubiera mosquitos, apagué mi neurona sensitiva a los bichos que sí habría mientras caminaba por los pastos a medianoche, volviendo del baño, con Matías a upa.

Lo que hace una por un hijo, por un marido, por un fin de semana largo… Y aún así, todo valió la pena. Hasta para mi incansable cinismo turístico todavía quedan lugares hermosos por descubrir, aunque tengan los nombres mal puestos.


(Pd: para leer más sobre la Selva Negra, vuelvan conmigo a Neuschwanstein: el loco sueño de un rey)


9 de junio de 2017

El misterio de Stonehenge resuelto


Stonehenge estaba en mi lista de lugares alucinantes para conocer. Junto con las Pirámides y La Isla de Pascua. No tenía incluido a Machu Picchu porque creo que la cercanía a Argentina le restaba emoción (vean como razonaba mi mente joven). Aunque me había olvidado de Stonehenge, como quien se olvida de cuáles golosinas le gustaban cuando era chico (las mielcitas y los flin pafs, por si se lo preguntan). Pero Alejo, adelantándose a mis sueños como siempre, me lo recordó con la practicidad que lo caracteriza. Dijo "podríamos ir a Stonehenge…” y de pronto (¡oh sorpresa!) ya estábamos en camino a ver a mis rocosos amigos.


Trato de pensar como decirles que Stonehenge es una porquería sin que suene como acaba de sonar. Pero no se me ocurre.

Empecemos por el principio: Stonehenge se te aparece a un costado de la ruta. Ya eso arruina el momento sorpresa de Disney que tanto nos gusta a los turistas. Una maravilla arqueológica que empieza siendo chiquita a la distancia y se agranda a media que avanzás por la autopista, pierde misterio o, al menos, no lo gana.

El centro de recepción por el que se accede y donde se compran las costosas entradas es un moderno edificio con una especie de museo expositivo que muestra diferentes piezas arqueológicas y trata de explicar algunas de las teorías sobre qué es y por qué se construyó. Pero, sobre todo, intenta justificar la costosa entrada porque realmente no se entiende a donde va a parar tanto dinero (tal vez al otro edificio que están construyendo como expansión del primero, o quizás los ingleses compensan así el hecho de que Museo Británico sea gratis).

Pero el misterio que rodea a Stonehenge sobrevive aún después de pagar la entrada. Algo tan llamativo, que lleva ahí tantos siglos y sobre el que todavía no se tiene ninguna explicación es, al menos, novedoso. Y también muy inquietante, porque no estamos acostumbrados a no saber qué es lo que estamos viendo. Como Stonehenge fue construido por una civilización que no dejó documentación escrita, se ignora su finalidad, pero se cree que pudo haber sido un templo religioso, un monumento funerario o un observatorio astronómico. Sí se sabe a ciencia cierta que hubo 300 enterramientos humanos del 3030 al 2340 a.C., lo cual indica que, o bien murieron muy pocas personas, o era un cementerio “especial”). Las teorías más modernas parecen indicar que se trataba de un lugar de sanación, muchos de los cuerpos ahí enterrado sufrían deformidades y venían de lugares tan distantes como el Mediterráneo.



Me hizo acordar a un Machu Picchu menos rústico pero mucho más pobre, sobre todo en creatividad, dado que aquí nadie invento nada ni nos entretuvo con leyendas de dudosa procedencia (aún cuando las hay, a montones, tanto que durante muchos años, el monumento estuvo cerrado al público los días de solsticio y las festividades druidas o de religiones antiguas). Este ambiente de inconsistencia científica y falta de fantasía me decepcionó y además me aburrió.

Desde el centro de acogida se toman unos autobuses para ir hasta el sitio arqueológico, cuyo centro son los bloques verticales de roca (de 25 toneladas cada uno) que se encuentran distribuidos en 4 circunferencias concéntricas. Una vez allí se puede caminar solo por los caminos que rodean a Stonehenge. En eso no digo nada. Me parecería una aberración ver turistas subidos a las piedras para sacarse una foto. Cómo hice yo misma en el Coliseo de Roma.

El conjunto arquitectónico megalítico es grande (las rocas miden más de 4 metros), pero no tanto como para ser impresionante. Sus aspectos más relevantes son el misterio que rodea a su creación y el hecho de que las piedras, increíblemente pesadas, se trajeron desde lugares muy lejanos por gente prehistórica que no conocía los sistemas de poleas ni la rueda.

Todo el complejo está formado por mucho más que los famosos bloques de piedra. Hay un foso circular de 104 metros que rodea las rocas, hay 56 fosas llamadas “agujeros de Aubrey”, un camino de 3 km de largo, y las piedras  “del sacrificio” y “talón”. Pero todo esto (excepto la “piedra solar”) se ve a la lejanía y es apenas distinguible al ojo humano, solo son montículos que sobresalen del terreno o grandes depresiones en la tierra. No forma parte de la visita normal y requiere que te vayas por la banquina de Stonehenge.

Mi conclusión es que, a pesar de que el icónico monumento megalítico cumple la “proporción áurea” y forma parte de esos grandes misterios del mundo que tanto me apasionan, no cumple una proporción fundamental: la proporción turística, que es algo así como dificultad para llegar + coste de la entrada, dividido prestaciones y entretenimiento general de la atracción. Y además hay muchísimo viento. Pero, a no amargarse, porque existe un pequeño camino rural (que divide dos campos privados) por el que se llega a unos poquitos metros de Stonehenge, lo suficiente como para sacar fotos excelentes y cumplir con la visita de manera gratuita. Y si aún así no les compensa el esfuerzo, siempre pueden leerme a mí, que me sacrifico por el bien de la humanidad. De nada.

6 de junio de 2017

Oxford: la crónica imposible


Hay lugares en el mundo que me provocan una disociación psico-geográfica; algo así como frustración por no haber tenido una vida paralela en otro lado, con otras reglas, en otro mundo. Nunca logro despegarme de la mía lo suficiente, me gusta demasiado como para que la disociación psico-geográfica se convierta en una realidad. Y para muchas cosas, convengamos, que se pasó el tiempo… Eso no me impide soñar. Y si “hay muchos libros en el mundo y muchos mundos en un libro”, en mi mente hay muchos libros llenos de mundos.

En uno de ellos, nací en algún lugar como Oxford, donde las bibliotecas tienen visitas guiadas y los profesores usan toga para tomar examen. ¿Por qué? Porque sí. Porque las tradiciones a veces se sostienen en sí mismas, sin necesitar razones. Y porque hay gente como yo que se abrazaría a la pata de un bibliotecario con tal de pasar ahí adentro un ratito más.

Pero yo me había olvidado este sueño. Lo tenía tapado por otros mucho más modernos y fue por eso que Oxford me sorprendió. Algo dentro de mí me susurró al oído “Este lugar…” como le pasó a Harry Potter con la Cámara Filosofal y de pronto me acordé de uno de mis destinos paralelos.

Oxford es una ciudad de otra época, de colleges, de bibliotecas legendarias, de togas y birretes. Es más amplia y más grande de lo que me imaginaba, aunque su centro es peatonal y bastante pequeño.

Hay tres cosas para hacer en Oxford además de pasear y soñar: subir a un mirador, entrar a la Universidad y buscar lugares que recuerdan a las películas Harry Potter. No veo por qué no puede ser el cine el encargado de motivarnos turísticamente. Y Oxford trae la saga del Niño-Que-Vivió a la mente de cualquier fan.

De las cosas que no me gustaría llamar obligatorias pero sí importantes para ver en la ciudad, la que más me gustó fue la visita a la Bodleian Library. Alejo y Matías se sacrificaron por mí (más el padre que el hijo), porque a la biblioteca no podían entrar menores de 11 años y yo fui la elegida para representar a la familia en esta visita guiada de media hora por uno de los lugares más alucinantes de Oxford.

Imagínense las estanterías desde el suelo al techo, todo de madera, libros cuyos lomos descoloridos hablan de los cientos de años que llevan ahí; ventanales gigantes de la época en que se necesitaba luz de día para leer porque las velas estuvieron siempre prohibidas. Las historias de los libros encadenados a los estantes, de los ejemplares únicos, de las colecciones quemadas cuando en Inglaterra comenzó el protestantismo, todas me parecieron fantásticas. La más fantástica de todas quizás sea que la biblioteca puede que tenga uno de mis libros en algún almacén perdido junto con los otros 12 millones, dado que tiene derecho a reclamar una copia de cada libro publicado en Inglaterra (y sé que algunos “Sancochados en Perú” se imprimieron ahí).

Sea cual sea la razón para hacer la visita, la Biblioteca Bodleian vale mucho la pena. Pertenece (como media ciudad) a la Universidad de Oxford que, si bien no tiene una fecha de fundación específica, posee registros de sus clases desde 1096. Es la segunda universidad más antigua del mundo en funcionamiento (después de la de Bolognia, Italia) y está compuesta por decenas de colleges (algo así como facultades).

La segunda cosa para visitar en Oxford es uno de esos colleges. El más famoso es Christchurch, con sus bellos jardines exteriores, su impecable césped del patio interior que solo pueden pisar los estudiantes más avanzados y su famosísimo comedor donde se filmaron tantas escenas de Harry Potter. El comedor es un sueño y es igual que en las películas: oscuro, con las chimeneas encendidas y miles de cuadros hasta el techo, mesas larguísimas llenas de utensilios plateados resplandecientes y una mesa elevada presidiendo el salón, para los profesores. Ese mundo de fantasía que describían las películas existe aún hoy en día, con menos varitas y patronus pero con la misma cantidad de magia.

Por último, y para darle otra perspectiva a la ciudad, se puede subir al mirador de Santa María al que se accede entrando a la iglesia y subiendo una angosta escalera de caracol. Tan angosta que hay momentos en que no caben dos personas a la vez, de manera que encontrarte con alguien que sube cuando vas bajando se vuelve un momento muy íntimo. Tengo los mejores recuerdos de un matrimonio mayor español con el que al menos pudimos reinos del asunto. Arriba del todo hay un pequeño balcón que rodea la torre y desde el cual se tiene una magnífica vista de 360 grados de la ciudad.

Es prácticamente imposible tener las palabras adecuadas para describir cada lugar que uno visita. Las descripciones se vuelven monótonas y los adjetivos, aburridos. Y si me aburro yo, no me quiero ni imaginar mis pobres lectores. Curiosamente, los lugares que más me gustaron son aquellos que más me cuesta describir. Me regocijo en mi cinismo literario y turístico para escribir, pero cuando algo es verdaderamente lindo, me quedo sin palabras. Oxford me encantó. Fin de la crónica imposible.