20 de junio de 2017

Camping en el Bosque Negro


Hay un negocio que te hace creer que cualquiera puede irse de camping. Se llama Decathlon y, curiosamente, es francés. Ahí empezó nuestro viaje porque de campistas solo teníamos la carpa que habíamos usado una vez en la vida para su propósito inicial y después nos habíamos dedicado a pasearla por el mundo con la vaga ilusión de mi marido de ir de camping algún día. Hasta ahora había dejado en paz su ilusión porque no me costaba nada; porque para él, el mero hecho de tener la carpa ya le daba una confianza ancestral en sus dotes de hombre en la naturaleza y, sobre todo, porque mientras tanto seguíamos vacacionando en lugares con camas, puertas y muebles.

Pero después llegó Matías. Y detrás del dicho "una por sus hijos hace cualquier cosa" hay otra verdad que es aún más importante y va unida: "y lo disfruta a través de sus ojos". ¿Quién no disfruta de ver a su hijo feliz aunque para llegar hasta ese momento haya tenido que luchar contra viento y marea (posiblemente sin bañarse y alimentándose a base de sopas instantáneas)?

Así que, con Matías modificando los estándares de las vacaciones, el camping volvió a ser una posibilidad real. "Siempre fue una posibilidad real!" protestará Alejo y yo le contestaré que "sí, mi cielo". Pero todos sabemos la verdad.

Quizás recuerden de crónicas pasadas (Se trata de no extrañar la Bristol) que la carpa la compramos 15 minutos antes de irnos de camping la vez anterior. Porque a nosotros el campismo nos sobreviene como un tsunami empujado por la imposibilidad de encontrar hotel un día antes de un fin de semana largo. No es algo que planeemos con tiempo.

Esta vez, con la carpa ya comprada y trasladada de España a Turquía y ahora a Francia esperando pacientemente que llegara su día bajo el sol, solo nos quedaba por comprar todo lo demás. Por suerte existe Decathlon, que se lo hace a uno tan fácil que uno hasta sale entusiasmado. Y no, no tengo acciones ni me pagan un porcentaje de sus ganancias (aunque les dejo caer la idea, ejecutivos de Decathlon que puedan estar leyendo esto).

Y en este estado de cosas les escribo estas palabras. Desde algún lugar entre Francia y Alemania, con un Alejo cantando Calamaro y señalándome cosas de la ruta, y un Matías felizmente dormido.

Porque para mí como mamá-escritora también ha sido "adaptarse o morir" pero menos dramático. Más del estilo "escribir en el teléfono en los ratos libres o chusmear las redes sociales". Iban ganando las redes sociales, debo admitir, pero hoy era un día patrio en Argentina, y de tanto leer sobre los héroes de la Revolución de Mayo, me dieron ganas de contribuir aunque sea un poco con la humanidad. Algunos luchan por la independencia y otros salvan vidas. Yo lucho por salvar a mis lectores del aburrimiento.

***

La ruta planeada por mi marido fue la, incorrectamente llamada, Selva Negra (que solo se llama “selva” en castellano, en todos los demás idiomas es “bosque”, lo cual se ajusta mucho mejor a su realidad forestal). Su aislamiento geográfico la hizo famosa en el siglo XVII por la ingeniería de precisión y la fabricación de relojes cu-cú. De hecho, allí se creó la primera escuela de Fabricación de Relojes en 1850.

El camino por la Selva Negra comienza en el nacimiento del río Rin y termina en Araichgau. Pero nosotros hicimos lo que quisimos y fuimos primero a la elegantísima ciudad de Baden Baden, lugar de retiro de la burguesía en el siglo XIX. El paseo Lichtentaler Allee, que es un hermoso jardín junto al canal del río Oos, y las aguas termales (frecuentadas por el emperador romano Caracalla) son quizás, lo más famoso de la ciudad. El hotel spa con las aguas termales quedará para la próxima porque no nos animamos a soltar ahí a nuestro niño que enloquece con el agua como los Gremlins.


(Inciso aparte: como se me da por nombrar estos elementos de la antigüedad, como los Gremlins, suelo meterme en internet para verificar, aunque sea si lo estoy escribiendo bien. Primero había puesto “Critters” y entonces di con una página muy friki que debatía largamente sobre la diferencia entre los Gremlins y los Critters, y recapacité y me di cuenta de que, en realidad, yo me quería referir a los Gremlins. Estas cosas son las que hacen enorme a la era del internet.)

El canal, por cuyos alrededores paseamos casi toda la mañana porque es el lugar más hermoso de la ciudad, es ancho pero tiene muy poquita agua, y va bajando en escalones. A un lado están las antiguas casas residenciales devenidas en exclusivos hoteles, cuyos huéspedes se paseaban en batas blancas por el parque. (Nada que envidiarles porque, aunque teníamos la carpita más pequeña de todo Alemania que levantaba unos 38 grados cuando le daba el sol a las 6 de la mañana, nuestro camping alemán, junto al lago, era fantástico). Al otro lado del canal, está el jardín inglés con más de 300 tipos de árboles. Uniendo estos dos mundos por encima, se suceden decenas de puentecitos, uno más pintoresco que el siguiente. Es un lugar de ensueño, con el bosque negro subiendo por las colinas a lo lejos.

Nuestro recorrido nos llevó luego a Freudenstadt (una ciudad visitada internacionalmente por su aire puro), a Triberg (donde vimos las cataratas más altas de Alemania) y a Freiburg (con su famosa catedral), ciudades bonitas pero olvidables. La ciudad que sí quedó grabada en mi mente y me sorprendió con su belleza fue Colmar, en Francia, y el último punto de nuestro viaje antes de volver a casa.

En realidad, después se convirtió en el anteúltimo porque un grupo de señoras que no paraban de reírse y tomaron con nosotros un paseo en bote en Colmar, nos recomendaron pasar por Eguisheim. Es el pueblo donde nació en 1002 el Papa León IX que, desde mi humilde punto de vista, no pudo hacer mejor contribución a la humanidad que haber nacido en allí, así se nos ocurría ir a verlo.

Colmar es quizás la ciudad más linda que conocí en Francia. Es una ciudad del siglo IX, que está en medio de los viñedos de la zona de L’Alsace y su centro histórico todavía tiene en pié construcciones que datan de la Edad Media. Es adorable, es fácil y peatonal, es muy pintoresca y dan ganas de sentarse en todas las esquinas. El estilo de sus edificios es gótico alemán y del renacimiento, algo que ya habíamos visto en lugares como Rouen y Honfleur, pero aquí parece haberse concentrado todo y lo más bonito de la expresión arquitectónica. Las fachadas, que los dueños deben mantener impecables y pintar de colores que no se repitan con sus vecinos, son una atracción en sí misma. El canal, las iglesias, el mercado… todo es precioso e invita a pasear y pasear sin rumbo. Pero lo más destacable (y lo menciono porque es mérito de la ciudad moderna) es la iluminación de noche: cada edificio, cada fachada, tiene un set de luces apostado en algún lado para embellecerlo e iluminarlo. La ciudad se llena de colores de día y de noche. Es, tal vez, lo que la hace más memorable y lo que más me sorprendió.



En medio de un sitio tan estupendo, el hecho de que los restaurantes sirvan especialidades locales alsacianas como codillo de cerdo o chucrut con variedad de carnes, es un bonus. Al flammkuchen no le guardo ningún rencor, pero es el primo flaco y desabrido de la pizza y no sé por qué alguien inventaría eso, un híbrido entre una tarta y una pizza que no satisface ni a los dietéticos ni a los gordos de corazón. Pero el codillo y el chucrut, van perfectamente con el espíritu de la ciudad: satisfacción turística total. Lleno de atractivo.

Fíjense si me gustó la ciudad que ni estoy mencionando nuestro alojamiento. Que distaba mucho de la belleza de Colmar y era un camping francés cuyos pastos estaban tan altos que Matías parecía un velociraptor de esos que corren en Jurassik Park. Pero sin correr, se quedaba estático llorando donde lo pusiéramos. La carpita flotaba como en una nube de pasto y, aunque elevé una plegaria de agradecimiento porque no hubiera mosquitos, apagué mi neurona sensitiva a los bichos que sí habría mientras caminaba por los pastos a medianoche, volviendo del baño, con Matías a upa.

Lo que hace una por un hijo, por un marido, por un fin de semana largo… Y aún así, todo valió la pena. Hasta para mi incansable cinismo turístico todavía quedan lugares hermosos por descubrir, aunque tengan los nombres mal puestos.


(Pd: para leer más sobre la Selva Negra, vuelvan conmigo a Neuschwanstein: el loco sueño de un rey)


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