Hay lugares en el mundo que me
provocan una disociación psico-geográfica; algo así como frustración por no
haber tenido una vida paralela en otro lado, con otras reglas, en otro mundo.
Nunca logro despegarme de la mía lo suficiente, me gusta demasiado como para
que la disociación psico-geográfica se convierta en una realidad. Y para muchas
cosas, convengamos, que se pasó el tiempo… Eso no me impide soñar. Y si “hay
muchos libros en el mundo y muchos mundos en un libro”, en mi mente hay muchos
libros llenos de mundos.
En uno de ellos, nací en algún
lugar como Oxford, donde las bibliotecas tienen visitas guiadas y los
profesores usan toga para tomar examen. ¿Por qué? Porque sí. Porque las
tradiciones a veces se sostienen en sí mismas, sin necesitar razones. Y porque
hay gente como yo que se abrazaría a la pata de un bibliotecario con tal de
pasar ahí adentro un ratito más.
Pero yo me había olvidado este
sueño. Lo tenía tapado por otros mucho más modernos y fue por eso que Oxford me
sorprendió. Algo dentro de mí me susurró al oído “Este lugar…” como le pasó a
Harry Potter con la Cámara Filosofal y de pronto me acordé de uno de mis
destinos paralelos.
Oxford es una ciudad de otra
época, de colleges, de bibliotecas
legendarias, de togas y birretes. Es más amplia y más grande de lo que me
imaginaba, aunque su centro es peatonal y bastante pequeño.
Hay
tres cosas para hacer en Oxford además de pasear y soñar: subir a un mirador,
entrar a la Universidad y buscar lugares que recuerdan a las películas Harry
Potter. No veo por qué no puede ser el cine el encargado de motivarnos
turísticamente. Y Oxford trae la saga del Niño-Que-Vivió a la mente de
cualquier fan.
De las cosas que no me gustaría
llamar obligatorias pero sí importantes para ver en la ciudad, la que más me
gustó fue la visita a la Bodleian Library. Alejo y Matías se sacrificaron por
mí (más el padre que el hijo), porque a la biblioteca no podían entrar menores
de 11 años y yo fui la elegida para representar a la familia en esta visita
guiada de media hora por uno de los lugares más alucinantes de Oxford.
Imagínense las estanterías desde
el suelo al techo, todo de madera, libros cuyos lomos descoloridos hablan de
los cientos de años que llevan ahí; ventanales gigantes de la época en que se
necesitaba luz de día para leer porque las velas estuvieron siempre prohibidas.
Las historias de los libros encadenados a los estantes, de los ejemplares
únicos, de las colecciones quemadas cuando en Inglaterra comenzó el
protestantismo, todas me parecieron fantásticas. La más fantástica de todas
quizás sea que la biblioteca puede que tenga uno de mis libros en algún almacén
perdido junto con los otros 12 millones, dado que tiene derecho a reclamar una
copia de cada libro publicado en Inglaterra (y sé que algunos “Sancochados en
Perú” se imprimieron ahí).
Sea cual sea la razón para hacer
la visita, la Biblioteca Bodleian vale mucho la pena. Pertenece (como media
ciudad) a la Universidad de Oxford que, si bien no tiene una fecha de fundación
específica, posee registros de sus clases desde 1096. Es la segunda universidad
más antigua del mundo en funcionamiento (después de la de Bolognia, Italia) y
está compuesta por decenas de colleges
(algo así como facultades).
La segunda cosa para visitar en
Oxford es uno de esos colleges. El
más famoso es Christchurch, con sus bellos jardines exteriores, su impecable
césped del patio interior que solo pueden pisar los estudiantes más avanzados y
su famosísimo comedor donde se filmaron tantas escenas de Harry Potter. El
comedor es un sueño y es igual que en las películas: oscuro, con las chimeneas
encendidas y miles de cuadros hasta el techo, mesas larguísimas llenas de
utensilios plateados resplandecientes y una mesa elevada presidiendo el salón,
para los profesores. Ese mundo de fantasía que describían las películas existe aún
hoy en día, con menos varitas y patronus
pero con la misma cantidad de magia.
Por
último, y para darle otra perspectiva a la ciudad, se puede subir al mirador de
Santa María al que se accede entrando a la iglesia y subiendo una angosta
escalera de caracol. Tan angosta que hay momentos en que no caben dos personas
a la vez, de manera que encontrarte con alguien que sube cuando vas bajando se
vuelve un momento muy íntimo. Tengo los mejores recuerdos de un matrimonio
mayor español con el que al menos pudimos reinos del asunto. Arriba del todo
hay un pequeño balcón que rodea la torre y desde el cual se tiene una magnífica
vista de 360 grados de la ciudad.
Es prácticamente imposible tener
las palabras adecuadas para describir cada lugar que uno visita. Las descripciones
se vuelven monótonas y los adjetivos, aburridos. Y si me aburro yo, no me
quiero ni imaginar mis pobres lectores. Curiosamente, los lugares que más me
gustaron son aquellos que más me cuesta describir. Me regocijo en mi cinismo
literario y turístico para escribir, pero cuando algo es verdaderamente lindo,
me quedo sin palabras. Oxford me encantó. Fin de la crónica imposible.
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